Adolfo Mazariegos

En el marco del ejercicio del poder existe, a nivel teórico, un concepto que es utilizado para definir todo aquello que se realiza de acuerdo al marco jurídico del Estado y que, en muchos casos -empero- se usa para respaldar a una extensa gama de acciones y actitudes que las más de las veces, en la práctica, no responden a las expectativas de la ciudadanía: ‘legitimidad’. Un término utilizado indiscriminadamente por muchos funcionarios públicos hoy día (no generalizo, por supuesto, porque ello tampoco sería correcto, pero es un hecho que se da a todo nivel, desde diputados, ministros, viceministros y voceros, hasta los más altos cargos de la función pública como el Presidente y Vicepresidente del país) que en la mayoría de casos lo utilizan como caballito de batalla y medio para justificar determinadas actuaciones, evidenciando con ello una de estas dos realidades (o ambas, quién sabe): a) desconocimiento de un término del que debieran estar empapados -y utilizarlo con propiedad- dada la importancia y trascendencia de los papeles y cargos que desempeñan en el contexto político del Estado; b) descaro manifiesto que les permite escudarse en la existencia de dicho concepto como mecanismo para salvaguardar intereses particulares en función de evadir la responsabilidad que tienen ante el electorado y ante la sociedad en su conjunto. En tal sentido, permítaseme explicar someramente y evidenciar dichos extremos en pocas palabras de la siguiente manera: la legitimidad, ciertamente, es un concepto que indica que (por ejemplo) un funcionario, servidor público, dignatario, mandatario, etc., que se ha sometido a un proceso de elección, cualquiera que sea, siguió todos los procesos y cumplió con los requisitos establecidos en ley para optar al cargo, y que, por lo tanto, dicho cargo le fue otorgado en forma “legítima” de acuerdo a la normativa aplicable. A ese tipo de legitimidad se le denomina ‘legitimidad procedimental’ (o de procedimiento). No obstante, también existe la ‘legitimidad por resultados’, aquella que da el cumplimiento de las expectativas ciudadanas y el correcto desempeño de la función pública tal como cabría esperar de todo individuo que decide someterse a un proceso de elección popular con la finalidad de servir al conjunto social del cual forma parte y no de servirse del cargo para el cual es electo o nombrado. Desde esa perspectiva, es en esta segunda en donde un considerable número de funcionarios, dignatarios o servidores que ejercen la función pública dan al traste, sin contar con que en la primera también se han evidenciado irregularidades que bien merecerían abordajes separados. En fin, la legitimidad conlleva mucho más que simplemente hablar del término como escudo ante la ignorancia o lo falaz; conlleva la responsabilidad del cumplimiento y de la transparencia, además de la certeza de que el ejercicio de poder en toda función pública es efímero, pasajero, y eso, es algo que debiera hacer que no se pierda el piso como es evidente que viene sucediendo con mayor frecuencia. Como decían las abuelitas: “ven la tormenta venir y…”.

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