Mario Alberto Carrera
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1 de abril
Los pueblos originarios no pueden cerrar las cubiertas o tapas del libro donde se escribió la historia de su etnocidio, como quien -distraídamente- cierra una puerta de lapa u ocote, para tapar un temporal pasajero de cualquier invierno fugaz.

¡Nunca, jamás!, como el graznido del protervo cuervo, podrán olvidar los pueblos del Occidente ¡sobre todo!, ni nosotros (testigos y conciencia de la palabra) lo que los más oscuros de los jinetes apocalípticos hollaron con sus cascos tremendos de violencia estatal.

Las acciones de la bestia no tuvieron mesura. Mesura no puede tener tampoco el rencor cuando no ha sido aliviado por la ley guatemalteca, que no respeta “el debido proceso” ni garantiza “la certeza jurídica”, para utilizar la misma jerga “intelectual”, de los ilustrados juristas y politólogos y periodistas y columnistas que juegan a presentarnos -como arcángel que falleció libre- a un asesino que no supo de las fechorías de sus sicarios, pero las toleró y les dio cobertura, como dice (himen complaciente) Edgar Gutiérrez citado por Gonzalo Montenegro -exfuncionario de los generales- para defender disimuladamente ¡pero alevosamente!, lo indefendible.

Sumergirnos en la genealogía del genocidio, del etnocidio y de la violencia de Estado guatemaltecos es deber irrenunciable de los que estamos seguros de que la democracia no se construye sobre el olvido. ¡No quiero olvidar! ¡No me da la cabrona gana!

Es obligación moral ¡es un imperativo categórico kantiano!, continuar señalando a los que derramaron océanos de sangre en Guatemala. No podemos echar un manto olvidadizo sobre las cavernarias efigies de Lucas García, Ríos Montt o Mejía Víctores, ni claro, ¡tampoco!, en torno a las de Vinicio Cerezo o Berger que asimismo ejercieron la villanía de la violencia de Estado, vestidos de democracia. Porque así se ha dado en llamar -antojadiza y aberradamente- al período que se inicia en el 86 y llega al denostado y piltrafeado 2018, con un payaso tenebroso y también criminal que nos gobierna.

¿Olvidar y perdonar? Son imbéciles virtudes cristianas inventadas para que los pueblos oprimidos acepten la represión sin chistar y con la cabeza gacha para recibir la Comunión que convierte al hombre en animal amaestrado. No queremos ser un pueblo amaestrado, los que de verdad tenemos conciencia democrática-socialista, exigiremos siempre que sea realmente el pueblo quien gobierne y no una pinche, ignorante y obtusa oligarquía -mediante payasos contingentes y ejércitos podridos de violencia y ambición- quienes nos pongan las pezuñas pestilentes encima de nuestros atributos varoniles.

La bestia ha muerto en libertad y gozando de ella. Una “libertad” si es que libertad se puede llamar a una demencia de toda la vida, ganada en el asesinato y en el robo familiar. Una libertad obtenida porque una Corte de Constitucionalidad (vendida y comprada de diversa manera) anuló “el debido proceso”, burlando “la certeza jurídica” de un tribunal que condenó a la bestia a casi cien años de oprobioso encierro. Una nauseabunda Corte de Constitucionalidad que volvió a levantar la llaga inmensa de los pueblos originarios -que habían sentido y probado por primera vez la justicia- acaso para iniciar una andadura de perdón y olvido que no duró más allá que un alegrón de burro. Doble escarnio, doble burla, doble chunga de jayanes para darle libertad -y muerte “en libertad”- a la bestia entre las bestias que ya goza de la compañía de sus pares satánicos, en el más azufroso Malebolge.

No señores del Ejército etnocida y de la oligarquía azuzadora para el crimen genocida. La democracia no se construye sobre el olvido. Se construye sobre la justicia para todos por igual. Se construye sobre los corrales de muertos y enormes tumbas colectivas anónimas, en donde se debió ejecutar a la bestia para satisfacción de los muertos. Los muertos seguirán clamando porque la bestia “murió en libertad”.

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