Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

El comprensible asco que se tiene a la política hace que mucha gente se concentre en lo suyo y vea como perturbador el hecho de que en el país exista esa disputa entre quienes pretenden combatir la corrupción y los que apuestan por mantener un sistema que les ha sido muy rentable. Ayer algunos comentaristas decían que lo que urge, para mejorar el clima de negocios y restablecer la “confianza”, es que el Presidente y la Fiscal General se sienten a dialogar y se pongan de acuerdo porque las diferencias entre ellos no generan ese clima propicio para impulsar la reactivación de la maltrecha economía.

El punto es que un diálogo como el que proponen tiene que tener como punto de partida la situación personal del mandatario, tanto en el tema del financiamiento electoral ilícito que le atañe directamente como en el del Registro de la Propiedad que involucra a sus familiares más cercanos. Y no parece viable que al respecto pueda haber un acuerdo amigable porque incurriría en delito el Ministerio Público si decidiera enterrar procesos que por ley tiene obligación de continuar, ya sea en el ámbito de las investigaciones de posibles ilícitos como en el de la acusación penal en los tribunales, sin entrar a considerar si alguno de los casos pueda ser de poca monta.

Pero el tema, por supuesto, no es la viabilidad de un acuerdo entre el ente acusador y los políticos del país sobre quienes pueda existir algún tipo de investigación, sino se trata de que se entierren las hachas y por ello es que no cabe la menor duda de cuál será el trámite de la elección del nuevo fiscal.

Y es que alguna “gente honesta”, que no tiene nada que ver con la corrupción, estará de acuerdo aplicando visiones pragmáticas, en que, en el corto plazo, es más rentable volver al pasado, a lo que sin sobresaltos ocurría hasta abril del 2015, que continuar con esta senda de deducir responsabilidades en “la que no se sabe hasta dónde puede llegar la cosa”. Ahora, dicen algunos, la gente tiene miedo de hacer negocios porque sienten que puede caerles la viga. Por ejemplo, en el mercado inmobiliario era mucho más fácil cerrar una venta cuando no había esa fiscalización tributaria que obliga a pagar impuestos por el valor real de los bienes adquiridos. Al fin y al cabo es una larga tradición la de simular ínfimos pagos por bienes carísimos y ha sido normal que se escrituren las ventas por valores que a veces no llegan ni al uno por ciento de lo real, todo con el fin de evadir la obligación fiscal.

Eso, por supuesto, tiene efectos en el mercado inmobiliario donde hay vendedores que ven perjudicial que haya escrutinio fiscal de las operaciones porque ahuyenta a potenciales clientes. Y como eso podemos mencionar una y mil actividades (entre ellas el simple hecho de no emitir facturas) que son una parte de esa corrupción cotidiana y tan “normal” en la que hemos vivido por tanto tiempo.

Abandonar prácticas tan enraizadas no es atractivo, aunque se entienda que un país corrupto no tiene viabilidad en el mediano y largo plazo.

 

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