Eduardo Blandón

Estoy en clase y pregunto a los estudiantes, como es habitual, (a veces somos recurrentes), el número de amigos que tienen en su haber. Ya no me sorprenden sus respuestas. En promedio cada uno tiene alrededor de cinco. Otros diez, hasta llegar a los “pánfilos”, esos que son “amigos de todos”.

El tema de los amigos suele apasionarme quizá como legado de mi formación conventual, pero también por una especie de romanticismo que eventualmente se apropia de mi espíritu. En los años de formación de adolescente, los maestros nos insistían en que es obligado, recomendado y necesario tener amigos. “Eso sí, decían, en primer lugar, hay que serlo”.

Así, la historia de mis amistades las considero tan importantes como la historicidad de mis relaciones sentimentales. Y si estas últimas han sido breves, mis amistades también han sido exiguas. Relaciones de compañerismo son las más abundantes, colegas, camaradas, juntas, es lo más sobresaliente. Eso nada más, la amistad es otra cosa.

Un número impar que no llega a tres son mis amigos, me decía un cura. Consideraba que la amistad era una joya preciosa de invaluable estima. Evocando, seguidamente, los modelos bíblicos de esas relaciones duraderas, amorosas, de candor abundante. Sin que se llegue, claro está, a eso que llaman algunos “amor erótico”. Aunque algunos quizá lo confundan y sean suspicaces de esas historias en ocasiones “rosas”.

Eso sí, como en los noviazgos, el rompimiento con los amigos deja a menudo la duda de la responsabilidad del fracaso. ¿En qué fallé? ¿Qué hice mal? Y, por supuesto, hay una tristeza por el amigo perdido, el compañero de batalla, el incondicional que siempre quiso nuestro bien. El insustituible. Son ellos los que hacen que la vida valga la pena y los que le dan significado al largo trayecto existencial.

¿Cuántos amigos tienes? El número tiene que ser menor, pienso.  Si cuentas más de cinco, o eres un beato, un iluminado o un premiado por la fortuna, o a lo mejor, aún no comprendes el significado de la amistad.  Como decía una canción de esas de convento, “la amistad viene de Dios y a Dios debe volver, qué bueno es saber amar”. Quien encuentra un amigo, encuentra un tesoro.

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