Juan Jacobo Muñoz

Desde que puedo recordar, siempre he sido una persona tímida. El dato ha evolucionado en mí a través del tiempo y, mi comprensión del mismo seguramente tendrá que seguir moviéndose en alguna dirección.

De niño confundí mi timidez con el miedo, y en consecuencia me consideré un cobarde frente a muchas situaciones que generalmente atendí y resolví como cualquiera. Era una cosa más mía que de la realidad; pero así es, uno se miente.

Creo que lo que más daño me hizo fue la inseguridad y la vergüenza que sentía frente a situaciones sociales nuevas, e incluso conocidas; que me impedían relacionarme con las demás personas como yo hubiera querido.

Cómo envidié a la gente que podía llamar por teléfono o entrar en un lugar a preguntar por algo. Vi con admiración desmedida a algunos, capaces de cambiar productos en almacenes donde ni siquiera los habían comprado. No digamos a esos exitosos sociales que con tanto desparpajo se desenvolvían en cualquier parte y ante cualquiera.

Cuantas veces recité para consolarme, aquel verso de Lope de Vega que decía: A mis soledades voy, de mis soledades vengo, porque para andar conmigo me bastan mis pensamientos.

No sé cómo se dio, pero una tarde que recuerdo que era gris; resulté tomando algo en el primer restaurante de comida rápida que se instaló en la zona 1. Corría el año de 1974, yo vestía uniforme de colegio y para mi sorpresa estaba a solas con una mujer. Ella me llevaba varios años y todavía no entiendo cómo es que estaba conmigo y tampoco importa para lo que quiero contar.

Pasó mucho tiempo, no sé cuánto, pero en mi angustia yo sentí que fue una eterna media hora. Todo ese tiempo permanecí en perfecto silencio y con las manos sudorosas. Ella parecía tenerme paciencia, hasta que de pronto actuó.

-¿Por qué no me hablás?, me dijo.

Eso y sentirme miserable fueron solo uno; pero, sin embargo, y para mi sorpresa ser sincero me salvó. No porque yo fuera así de franco, pero como la pregunta llegó de frente, no me dio tiempo de urdir una mentira preparada con cautela, y solo alcancé a decirle:

-Lo que pasa es que estoy pensando en algo que decirte, quiero que sea impresionante y, no se me ocurre nada.

Ella fue gentil en aquel momento, tomó mis dos manos y habló viéndome a los ojos:

-No tenés que impresionarme, con que me tomés en cuenta es suficiente.

A partir de aquel momento, hablamos sin parar hasta que nos despedimos y allí terminó todo. Salí del sitio hecho unas castañuelas, creyendo que mi timidez había desaparecido.

No sé el nombre de aquella mujer, tampoco sé cómo es su rostro. Debe ser una abuela, asumo que cariñosa, o quizás haya fallecido. No sé nada de ella, pero la quiero como a un fantasma antiguo.

Sigo siendo tímido, tal vez uno mejor, digamos que una mejor versión de la timidez. Soy un introvertido que tiende a la introspección, y cualquiera puede notar que me concentro más en lo interno, digamos que en mis pensamientos y sentimientos. Eso no es mejor ni peor de lo que hacen otros, es solo mi temperamento, que aunque no tenga genio ni tanta figura, irá conmigo a la sepultura.

No pocas veces he recordado la sensación de alivio que tuve cuando aquella mujer me tranquilizó. Ahora me tranquilizo solo; esa mujer también soy yo; puedo ser dulce conmigo y el propio ángel de mi guarda.

Artículo anteriorLa nueva era de China Popular
Artículo siguienteLa amistad