Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Alrededor del mundo el papel de los partidos políticos en la vida democrática es importante porque son los vehículos de la participación ciudadana. Sin embargo, en Guatemala el monopolio que constitucionalmente se les asignó fue aprovechado para prostituir el concepto y sin duda alguna se puede afirmar que en nuestro país no hay, al día de hoy, ningún verdadero partido político porque ninguna de las “entidades de derecho público” inscritas legalmente funciona con criterios de democracia interna que son el punto de partida para que operen realmente en ese sentido.

Nuestra normativa tiene aberraciones tan graves como la que faculta a los dirigentes, que en realidad son los dueños de los partidos, a tener mínima organización partidaria para que de esa forma puedan controlar al cien por ciento las postulaciones para candidatos a cualquier cargo de elección popular. El reducido número de filiales municipales y departamentales se conforma con incondicionales que están allí precisamente por ser la garantía de que no habrá “sorpresas” a la hora de hacer nominaciones y el resto, las postulaciones más importantes se las reserva el famoso Comité Ejecutivo Nacional que realiza prefabricadas asambleas donde no hay nunca debate y menos una voz disidente.

Los afiliados o militantes de los partidos son, de esa cuenta, simplemente firmas para llenar el requisito legal para la inscripción pero no tienen en la práctica ni voz ni voto para definir la línea del partido, no digamos las candidaturas que, en general, se deciden en pública subasta que da lugar a ese financiamiento electoral ilícito que tanto daño nos ha hecho porque permite que poderes siniestros sean los que realmente terminan otorgando el mandato que teóricamente debiera extender el pueblo en ejercicio de su soberanía.

El problema está clarísimo pero la solución es complicada, especialmente porque la institucionalidad la deja en manos de los eternos mangoneadores. Cualquier cambio que apunte a la efectiva democratización de los partidos pasaría por el Congreso que está compuesto por quienes han participado en esa subasta de curules que forma parte del sistema, a lo que hay que agregar que la misma sociedad ha caído tanto en las prácticas corruptas que será difícil cambiar el chip para emprender una nueva ruta. Hoy leía yo a Manuel Villacorta diciendo que los ciudadanos tenemos la culpa por no participar en política, lo cual es cierto en alguna medida, pero debe aclararse que no hay espacios para quien no está dispuesto a jugar con estas reglas de juego. Yo creo que los ciudadanos cometen un grave error al legitimar esa práctica corrupta con su voto, especialmente cuando fueron a votar en las últimas elecciones ya sabidos de cuán podrido está el sistema y con ese sufragio legitimaron a estas autoridades que son el último reducto del sistema.

Necesitamos un modelo de transición para cambiar a fondo el régimen de partidos y se requiere un poder legislativo, mejor si es constituyente, capaz de establecer como requisito esencial la democratización efectiva y real de los partidos políticos. Por ello ese poder que debe legislar debe tener un origen distinto a la mafia actual cuya desfachatez es impresionante.

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