Luis Fernández Molina

Alguien dijo y yo repito -sin asomo alguno de ser irreverente-, que los historiadores tienen más poder que Dios, porque Dios puede modificar el presente y el futuro, pero solo los historiadores pueden modificar el pasado. Es que el pasado es eso: “pasado”. Como agua que ya circuló debajo del puente, como jarrón roto hecho pedazos, como flor marchita.

La Historia constituye el antecedente lógico del presente. Son los presupuestos que de alguna forma se fueron entrelazando para tomar forma en las actuales circunstancias. Las circunstancias actuales no surgieron por generación espontánea, fueron tomando forma en un proceso evolutivo muy parecido a la descripción darwiniana.

En el sur de los Estados Unidos se encuentran los once estados que integraron la Confederación que se enfrentó a los ejércitos del norte en la cruel Guerra Civil que concluyó en 1865; en esa región, conocida como Dixieland se han despertado los viejos fantasmas que han estado deambulando por los pantanos y bosques de pino. Los roces étnicos y xenofobia y el reclamo de la “supremacía blanca” se enfrentan a una visión diferente, del Siglo XXI que se proclama la convivencia pacífica y la igualdad.

Para apaciguar aquellos fantasmas se ha extendido por toda la región la tendencia a eliminar cualquier recuerdo de esa época, especialmente las estatuas de sus más ínclitas figuras: Robert Lee, “Stonewall” Jackson, Jefferson Davis entre otras, así como vetaron el despliegue de banderas confederadas. Sin embargo, eso no va a cambiar la historia. No se trata de ensalzar a esos personajes que, como cualquier ser humano tuvieron aciertos y errores, pero sí de representar a los individuos que esculpieron como en roca, una época que sirvió de cimiento a la realidad actual.

Sin embargo, sabemos dónde empieza esta cruzada “renovadora” de la Historia, pero no sabemos dónde termina. De esa cuenta habría algunos líderes negros (sin dejo peyorativo) cuestionan los memoriales -muy generalizados- a Thomas Jefferson que, como varios Padres Fundadores, compró, vendió y poseía varios esclavos, entre ellos una esclava que hasta accedía a sus exigencias afectivas (tuvo varios hijos con ella). Y si seguimos retrocediendo en nuestro escrutinio histórico habría que debatir sobre los monumentos a Cristóbal Colón por cuanto fue el precursor y adalid de la invasión europea que vino a despojar y explotar a los nativos indígenas.

Hace unos quince años en Lima, Perú, me llamó la atención la impresionante estatua ecuestre de Pizarro en un sector prominente de la plaza central, sin embargo, unos años después me extrañó no verla; no estaba seguro si era confusión de recuerdos pero no, en efecto la habían removido y refundido en un parquecito intrascendente. En Guatemala no hemos erigido monumentos a conquistadores, apenas un poblado del sur oriente lleva el nombre de Pedro de Alvarado. Lo más cercano es el monumento de Santiago en el cerro de La Cruz, La Antigua. No habría pues nadie a quien defenestrar pero, siendo que no hay demarcación para esa revisión histórica podría don Cristóbal Colón ir desocupando su privilegiado espacio en la Avenida Las Américas como también las pequeñas imágenes de Isabel la Católica en la zona 2 y en la colonia del mismo nombre en Xela. Igualmente los estadounidenses, congruentes con esa tendencia podrían ir removiendo el Columbus Circle al lado del Central Park de Manhattan. Y nosotros ¿por qué honrar al dictador Barrios que entregó gran parte de nuestro territorio?

De nuevo, remover estatuas no va a cambiar la Historia. No es acaso más meritorio que un afroamericano se parara frente a la estatua de Robert Lee y le dijera: “Perdiste General, Nosotros hemos triunfado”.

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