René Leiva

El ánimo mortuorio, pero solidario se alienta y relaja con el conveniente tono entre socarrón e instructivo que describe la tradición, formalidades burocráticas y rituales del Cementerio General, una cierta heterodoxia burlesca en la percepción de los trámites terrenales para tener acceso al fatal espacio en una ultratumba que siempre mantiene un pie en la tierra, llámese sepultura, hipogeo, fosa, huesa… Expláyase la narración en curiosos y pintorescos pormenores distintivos de la llamada última morada (a veces demorada), arquitectónicos, escultóricos, jardinescos, de urnas y túmulos primitivos a recientes mausoleos para eterna y envidiable delectación de los difuntos… Tres mil años de soledad, silencio, mixtura de aromas vegetales y minerales, mixtura de plegarias brotadas desde sigilosos y trémulos labios sin edad.

(Pertinente, aguda observación, no exactamente emanada del pensar distraído de don José, de que a veces es necesario, en la soledad, en ciertas circunstancias, hablar en voz alta, oír el matiz perentorio de las propias palabras para así resolverse a actuar, acatar esa suerte de orden audible surgida de una profundidad limítrofe. Sobrellevar y sobrepasar al silencio; colocarle mojones de él mismo.)

Un escribiente, un funcionario menor de la Conservaduría del Registro Civil atraviesa el cementerio de cabo a rabo, desde la prehistoria, hasta el departamento, área o sección de los suicidas (¿por qué alejados, separados, segregados, disociados…?) para estar frente a frente o mejor ante la tumba de la mujer desconocida, de quien aparte del nombre, unos retratos de cuando colegiala, algún dato civil y casi nada anecdótico, sólo posee, previsiblemente, una semblanza imaginaria, una figuración con elementos femeninos abstractos, no concretos, no particulares, no como las celebridades de su colección secreta, no como las mujeres de carne y hueso que van por la calle, suben al autobús o encuentra en cualquier parte. Bueno, también desconocidas y efímeras, pero vivas, con hálito y entrañas.

Y bien, bajo la luz de la luna y entre sombras de árboles, en un claro, encuentra don José el objeto de sus pesquisas, después de no pocas dificultades y enigmas, empezando por la disparatada y confusa decisión de buscar lo desconocido, una aventura endógena e intramuros. ¿Y ahora qué? Pues incluso convencido de que ella está muerta, y allí, no se convence que ya todo acabó, que ya dio el último paso. La duda, cuál duda, persiste en él, sólo está cortada por la mitad. Falta algo o mucho todavía. En el rompecabezas resta una pieza que no encaja. En el crucigrama hay casillas vacías, alguna palabra a medias. Don José ha encontrado muchas cosas, menos el sentido (verdadero) de su aventura.

Pero por qué todo ha de tener un sentido, un significado o finalidad discernible. ¿Qué sentido tiene una obra de arte, una composición musical o literaria? Don José, mucho más que Don Quijote, ignora que su aventura ha merecido ser traducida a palabras, ordenada a manera de relato, ser él comparable a otros personajes más o menos de ficción, y todo eso con un sentido sólo percibible por la buena voluntad de muchos y de pocos. A la postre, el sentido, para serlo, es la unión de numerosos y desconocidos afluentes que forman un Nilo, un Amazonas, un Usumacinta, o un arroyuelo escondido, según. Cuántas veces el sentido es la raíz profunda, no las ramas, no la flor, no el fruto.

Artículo anteriorAgilizar los procesos penales: el Derecho Premial Penal
Artículo siguienteLa elección del ¡NUNCA MÁS!