Eduardo Blandón

Que algunos empresarios, cafetaleros y altos ejecutivos de bancos se encuentren en problemas con la ley, no quiere decir que el sector privado en general sea depravado y corrupto.  Pero no significa tampoco que tantos de ellos hayan seguido la senda de manera aislada ni casual.  Todo lo contrario, la lectura revela que esas prácticas no son nuevas y que quienes las han practicado conocen el sistema y se han beneficiado de él por mucho tiempo.

Tampoco puede decirse que solo esos grupos económicos han sacado raja del sistema fracasado que es nuestro Estado permisivo.  La corrupción no conoce ideología, clase social, religión ni posición económica.  La historia ha demostrado que el dinero corrompe y mucho más cuando las bondades de la impunidad permiten al pícaro salirse con la suya.

Con no pocos esfuerzos la CICIG ha evidenciado que la corrupción es nuestro peor flagelo y ha desmontado el mito construido por las élites sobre las virtudes que, según ellos encarnan.  Recuerde lo que el sector privado dice de sí mismo: En primer lugar, que ellos no roban porque ya tienen.  Sinibaldi y compañía han demostrado lo contrario.  El ánimo de lucro y avaricia parece no tener límites.

Afirman que ellos son el motor del progreso del país.  Falso.  Al asociarse con delincuentes y aprovecharse de la disfuncionalidad del Estado, más bien son una rémora y causa de pobreza.  Al no pagar impuestos (odian hacerlo con el argumento de que el Estado es un Leviatán, un monstruo horroroso e insaciable), evitan la construcción de escuelas, hospitales, carreteras y un etcétera que ahora nos tiene postrados.

En tercer lugar, predican la moralidad de costumbres y conductas éticas, pero ellos no son el mejor ejemplo, no solo por las razones arriba señaladas, sino porque cuando pueden escamotean salarios, jinetean el dinero ajeno y en muchas ocasiones actúan con el obrero de manera injusta y deshonesta. Últimamente, incluso, hacen seminarios sobre la moral, la ética y las buenas prácticas en las empresas, organizan talleres sobre responsabilidad social,  pero todo cae en saco roto porque la maldad la llevan en la sangre y su ADN les condena.

Se comprende con ello el odio hacia la CICIG. Es cierto que el populacho (ese que denostan por ignorante y borreguil) ya sabía que las élites eran de lo peor.  La gente en general nunca las ha apreciado porque conoce sus mañas y las ha vivido, pero nunca había constatado la dimensión universal o el alcance de sus tentáculos en todos los ámbitos de poder y de lucro.  La CICIG los ha desnudado y, expuestos con sus miembros al descubierto, sienten vergüenza.

Pena pasajera, por supuesto.  En su fuero interno, los sinvergüenzas asociados para desmantelar y empobrecer al Estado, abrigan la esperanza de que otras instituciones los rescate para seguir medrando a través de las redes que de momento experimentan crisis. Y no dudan a través de las asociaciones vinculadas con los medios de comunicación continuar con las cantaletas de siempre: el sector privado arriesga su capital para el crecimiento económico nacional, la creatividad del capital privado tiene a Guatemala con índices macroeconómicos ejemplares, bla, bla, bla.

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