Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

No puede quedar ya la menor duda de cuán podrido está nuestro sistema y cómo la corrupción se ha generalizado hasta convertirse en algo absolutamente normal que no genera ni preocupación ni asco a los diferentes actores sociales. No es una cuestión únicamente de una clase política corrompida, sino de un comportamiento social de aceptación de las prácticas delictivas para generar riqueza y repartirla entre esos políticos, que duran un período de cuatro años, y sus socios en el sector privado tanto del capital tradicional como del emergente que desde el financiamiento electoral hacen donaciones que son auténticos sobornos para comprar a los que han de tomar las decisiones administrativas en el país.

El caso Sinibaldi se vuelve emblemático porque es una muestra clara de cómo funciona y ha funcionado el sistema de contrataciones del Estado, modelo que se repite por todo lo largo y ancho de la administración pública. Aquella idea de que “algunos negocios” en el Estado eran parte de la corrupción pasó a la historia porque ahora, si acaso, puede encontrarse uno que otro negocio que no esté manchado y para ello habría que utilizar pinzas y lupa a fin de detectarlos.

El caso es que ahora, por obra y gracia de una eficiente Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala y el efectivo Ministerio Público, se han destapado muchos casos que constituyen una prueba irrefutable de la condición en que está el país. A ello hay que sumar que Estados Unidos planteó el tema de la corrupción como una de las prioridades en la relación bilateral y se ha ratificado por el futuro Embajador de ese país que eso será una de sus prioridades, y que el apoyo a la CICIG es parte fundamental de su agenda.

Pero nos hace falta un aire como remolino, como sociedad para poner nuestro grano de arena. Tenemos que emprender una ruta que, como dice hoy mi hijo Pedro en su columna, marca la verdadera disyuntiva que existe y corresponde al sector privado dar el paso al frente asumiendo un compromiso de transparencia que ponga fin a los negocios turbios. No podemos esperar de la clase política que cambie porque están allí para seguir haciendo lo mismo y lo han demostrado con todas sus actitudes, tanto en la Presidencia y el Ejecutivo como en el Congreso, el poder Judicial y las municipalidades y entidades autónomas. Pero los empresarios que hacen negocios con el Estado y que ahora tienen la certeza jurídica de que si actúan mal pueden ir a parar al bote, pueden y deben ser quienes rompan el pacto que estableció ese contubernio tan costoso para el país.

Estoy convencido de que se viven momentos históricos y determinantes para el futuro del país. A primera vista no habría razones para mucho optimismo porque la opinión pública no asume su función ni encara el reto, pero estamos ante tal avalancha y ante la prueba fehaciente e irrefutable del estado calamitoso de nuestro sistema político, que no habrá otro remedio que actuar para cambiar las cosas. Y el cambio llegará, queramos o no, por la buena o por la mala.

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