Juan Jacobo Muñoz Lemus

Si estamos a gusto porque caminamos en la banqueta y no a media calle como antes, tal vez no hemos cambiado, si vamos en la misma dirección. ¿Qué tan seguros podemos estar de un camino? ¿Qué cosas podrían desviarnos? Un momento, un descuido, un detalle. ¿Cuánto hace falta para que un camino se bifurque?

La agresión a todo fenómeno natural desdeñó que el planeta fuera un ser vivo lleno de seres vivos. Con agonía pagamos los estragos de la insensatez y la gratificación inmediata que irrespetó a los que vienen. Un gesto humano sería comprometernos con el origen de los problemas para no padecer muchos resultados. Atender consecuencias es demasiado tarde y chapucero.

En alguna medida, todos estamos viviendo como una minoría. Con más intereses que creencias, vestimos nuestros impulsos con valores. Tal vez por eso la filosofía, se quiera o no, siempre trata sobre la ética. De ahí que la primera revolución deba ser personal; porque hasta ahora sabemos más, o al menos estamos más interesados en el espacio exterior, que en nuestro propio espacio interior. Lo único que nos puede salvar es el viaje en busca de la identidad y la intimidad. De lo contrario, solo queda la histeria apegada a cualquier cosa.

Los humanos actuamos como poseídos y de eso hay que hacerse cargo luego de enterarse. Los adultos debemos ser los menos primitivos y no poner la moral al servicio de la bestialidad. Ejemplos de esto hay muchos: la inquisición, el nazismo, el genocidio estalinista, la crucifixión de Cristo, son solo algunos. Ir de lo primitivo a lo más elevado; para eso se transita por la niñez y la juventud.

Todos los niños son nuestros hijos. No hay una sola justificación para maltratar a uno; es tan perverso como la pedofilia. Somos gigantes ante su indefensión. La gente nos pedirá que les peguemos, que nos venguemos en ellos. Una patada en la boca es eficaz para calmarlos, pero más eficiente saber qué les pasa. Si uno está en posición de hacer justicia, cometerá muchas injusticias.

Los niños son inocentes. Y la inocencia, por una lógica extraña que une a los conceptos opuestos pero relacionados, sugiere culpabilidad. Son sagrados e intocables, solo hay que cuidarlos y ya. Atentar contra ellos es una infamia, un egoísmo supremo. Incluso las víctimas adultas, aunque sean imprudentes siguen siéndolo, no hay forma de tergiversar eso. Ser víctima significa que alguien sacó una ventaja sobre ella y ese, es el peor de la historia.

La víctima siente culpa y necesita expiarla. Si lo vivido lo explicara solo con lo externo se le haría más difícil trascender. Es como la llave a la cerradura. La culpa sirve como un aviso y acarrea flujos que necesitan ser develados. La víctima debe ver sus pasos para no ser absurda y para no descansar en la culpa de otro. Tan importante es reconocer los demonios que incitan al error como las fuerzas que podrían dominarlos. Pero esa es una dimensión más del alma que de los hechos.

Mártires, víctimas y chivos expiatorios son algo que nunca debe ocurrir. Un explosivo está hecho de múltiples componentes y lleva tiempo. Las víctimas no son la explicación de su suerte; es esta la que explica la debacle por corrupción de cualquiera de las instituciones humanas.

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