Lucrecia de Palomo

Ayer me visitaron Gaby y María José para contarme que las habían desalojado de la casa en que habían vivido durante el año 2016 con su hermano. Me comentaron que estaban viviendo en casa de la abuela paterna, pero que su estancia era temporal y de emergencia por las circunstancias imperantes (allí también vive una tía con sus tres hijos). Ambas chicas querían un consejo en cuanto a cómo podían retomar sus estudios, pues buscando empleo para mantenerse, el primer requisito que les pedían era su diploma del nivel medio (bachillerato), el cual no poseen.

Gaby de 19 años y María José de 18 son dos jovencitas con cualidades extraordinarias, tanto físicas como emocionales e intelectuales; muchas de las cuales no se han podido desarrollar al máximo por razones especiales. Nacen dentro de una familia integrada por su padre y su madre, pero con el correr de pocos años pasan a ser parte de una disfuncional. El padre migra a un país centroamericano y desde allí sigue enviando dinero para los gastos de sus hijos (entre ellos el pago de la educación); la madre con una educación precaria, logra un empleo acorde a sus conocimientos, mismo que no les permite hacer frente a todos los gastos del hogar. Es en ese momento cuando las conozco pues son inscritos en el colegio donde trabajo y desde el primer día se percibe la necesidad de prestarles ayuda emocional.

Con el correr del tiempo, tanto la madre como el padre «rehacen» sus vidas con otras parejas y abandonan emocional y físicamente a los hijos, en plena adolescencia. El padre sigue sufragando los gastos mínimos, pero la mala administración hace que los problemas sean cada vez mayores. Aun cuando los chicos no tienen ninguna discapacidad física, si la tienen en cuanto a disciplina y responsabilidad; llevan heridas emocionales que están ocultas a primera vista pero que dan como resultado (y debido a un reglamento oficial de evaluación inflexible) la no promoción de varios ciclos escolares, lo que los convierte en repitentes con sobreedad.

Hoy ellas están asustadas, quieren regresar a estudiar, se dan cuenta que sin su diploma no van a poder optar a un empleo digno, acorde a sus costumbres. La solución pudiera haber sido estudiar en el programa Plan Fin de Semana y para ambas un Bachillerato por Madurez. Lamentablemente, no solo la familia les falló, sino también el sistema educativo. Por normas ilegales, por criterios de burócratas, estos programas que han ayudado a miles de jóvenes en situaciones similares o que por otras razones sociales o económicas no concluyen en plan regular sus estudios, se cambiaron este ciclo 2017, ahora -aun cuando la ley no lo dice así- no pueden cursarse si no se tiene 20 años cumplidos.

Los padres les fallaron, la sociedad les falló y el Estado les falla. Miles de jóvenes están en situaciones similares a las de estas dos chicas, no encuentran la salida, pues no hay quién les pueda brindar la tabla de salvación. Necesitan trabajar, pero sin el diploma no consiguen un trabajo digno. ¿Cuántos jóvenes en este país tendrán situaciones similares a Gaby y Ma. José? Lo que sí es un hecho es que, el sistema dejó fuera a 2 millones y medio de niños y jóvenes por las medidas y políticas educativas que se tomaron (entre ellas suprimir carreras técnicas y el magisterio) y las que se siguen tomando; todas fuera de la realidad nacional.

Cuando un sistema educativo no va acorde a las necesidades de los estudiantes que acuden a él pierde todo sentido su existencia y esto es lo que pasa con el nuestro. Son legiones de jóvenes sin empleo, sin estudio y por razones que aún no se pueden descifrar, las autoridades los repelen de sus escuelas e institutos. Lamentablemente existen otras agrupaciones (como las maras) que los acogen y les prestan atención, pero el costo es muy caro para ellos como para la misma sociedad.

Artículo anteriorDos cosas que no me importan
Artículo siguienteLas entidades del Estado son para servir y no para servirse de ellas