Lucrecia de Palomo

Escuchaba cantar a mi nieta, de tan solo 3 años, el estribillo “amo a mi país, amo a Guatemala”. Inmediatamente me hizo pensar sobre mi Guatemala y la situación que vivimos, de lo mucho o poco que se le ama, de cuánto ese amor es colectivo o personal. Así mismo, me transporté a otro momento que con ella viví hace algunos días camino a la institución educativa donde ella pasa su mañana y yo trabajo. Eran como las 8:10 de la mañana cuando, de golpe y sopetón, nos encontramos con un grupúsculo de personas, no pasaban de cincuenta, llevando encima de su ropa camisetas rojas con una imagen del Che Guevara; sucedió frente a Molino de las Flores en Carretera Roosevelt. Se colocaron frente a los vehículos y, provocaron un paro total, cerraron las dos vías -hacia occidente y oriente. Miles de carros, buses, ambulancias, carros de policía, etc. fueron retenidos. Cuatro horas, estancadas sin poder salir de las enormes filas de vehículos sin que apareciera una sola autoridad pública para hacer valer nuestro derecho constitucional de libre locomoción y mucho menos de la Procuraduría de los Humanos Derechos.

Como buenos chapines, al estar estancados sin transitar, empezamos a indagar qué sucedía, los primeros en dar respuestas fueron los motoristas que al poder circular tenían información fresca y luego las redes sociales hicieron público lo que ocurría. El Sindicato de Salud Pública era la causa, aun cuando sus peticiones nadie las tenía claras. Muchos de los pilotos bajamos de los carros e iniciamos a intercambiar ideas. La mayoría de personas se lamentaban, pero no se atrevían a hacer valer sus derechos, solo hacían mención de su malestar y pedían que pasara el tiempo para poder liberarse de ese atolladero. Entre los comentarios estaban las quejas económicas, lo que estaban perdiendo, que se les descontaría el día, pero en ninguno pude escuchar que hablara sobre sus derechos y cómo estaban siendo mancillados, como tampoco de las obligaciones de los ciudadanos y funcionarios.

Esta pandemia de los paros inició con el gobierno democristiano, cuyos dirigentes decían que las manifestaciones eran la música de la democracia, pero se llegó a una pura y clara anarquía. Estos actos fortalecieron al dinero como fuente de poder (la mayoría de los movimientos civiles -como políticos- se prostituyeron, si no se paga, no se para) y la costumbre lo hizo natural. Desde entonces vemos como en cada gobierno se utiliza a grupos pagados para crear crisis social y mantener así velada la realidad. La complicidad del gobierno con los grupos manifestantes es obvia, los dirigentes son recibidos inmediatamente por el Presidente de la República y el del Congreso (que generalmente se benefician de estos movimientos) y la firma de pactos colectivos con los respectivos besos y abrazos benefician al grupúsculo dirigente en contra de toda la población. Pero no es exclusivo del sector público, también el privado y la llamada sociedad civil utilizan este tipo de acciones pagadas, valorando más sus propios intereses que el daño al país.

Durante casi 30 años hemos venimos sufriendo este tipo de vejámenes confabulados, que gritan consignas para el bien común pero, que a la larga son solo pantalla pues seguimos con hospitales y escuelas paupérrimas, una educación diseñada para un sector exclusivo, uso y manejo del agua en detrimento de las mayorías, desnutrición generalizada y en aumento, etc. todos tema que han servido para enarbolar banderas de paros.

¡Más que evidente! los paros deben ser tomados en serio por toda la población y las autoridades, y no ser permitidos, son ilegales y no buscan el bien común, tan solo son un instrumento que permite colocar por algún tiempo un tema específico en mesas de negociaciones que no llegan a ningún acuerdo, no se buscan cambios reales y duraderos. El daño se hace al país y al ciudadano que cada día se le enseña a amar menos a Guatemala.

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