Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt

Uno de los elementos cruciales en el diseño de un sistema orientado a alentar la corrupción y la impunidad ha sido el de la inmunidad asignada a los funcionarios públicos mediante la cual históricamente se han librado de la posibilidad de rendir cuentas ante la justicia. No fue realmente sino hasta el trabajo de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala que se empezó a romper el molde utilizado para que el derecho de antejuicio se convirtiera en el parapeto perfecto para que los pícaros pudieran incrementar sus capitales mediante el saqueo de los fondos públicos y el contubernio con particulares que premiaban con coimas a quienes les otorgaban favores muy rentables.

Pero la esencia misma del concepto de la inmunidad por razón del cargo es un anacronismo que no se puede sustentar en la época actual y debe desaparecer bajo la noción elemental de que nadie es superior a la ley y que todos los habitantes de la República son iguales en dignidad, derechos y obligaciones. Lo que nos debe preocupar fundamentalmente, tanto al ciudadano honrado como al funcionario público, es que dispongamos de un sistema judicial probo en el que se resuelva siempre con base en la valoración de las pruebas y el debido proceso, elemento que sigue siendo una tarea pendiente en la que debemos trabajar con ahínco.

Es patético el planteamiento de los alcaldes reunidos en la Asociación Nacional de Municipalidades, ANAM, exigiendo la protección de la inmunidad para continuar con el ejercicio de sus funciones. El alcalde, como cualquier funcionario público, es un servidor del pueblo que debe ser ejemplo de ética y moralidad en el desempeño de sus funciones y por lo tanto debe preocuparse por actuar de manera transparente y no por exigir el manto de la impunidad que le otorga el derecho de antejuicio.

Yo coincido con la tesis de la Fiscal General, en el sentido de que ningún funcionario tendría que gozar del derecho de antejuicio ni disponer de inmunidad porque el servidor público tiene que estar siempre disponible para responder por la legalidad de sus actuaciones en el desempeño del cargo. Si analizamos a lo largo de la historia de los antejuicios cuántos realmente han servido para proteger al titular de ese anacrónico derecho frente a acusaciones espurias, veremos que no hay realmente justificación para insistir en mantenerlo. En cambio, si nos recordamos la cantidad de veces que el antejuicio ha servido para otorgar absoluta impunidad a los funcionarios, todos tendríamos que concluir en la necesidad de abolir ese privilegio que sirve únicamente para apalancar la picardía y el saqueo de los recursos públicos.

Si algo nos hace falta en el país es la responsabilidad para rendir cuentas y entender que el desempeño de una función pública no es patente de corso. Hoy, cuando vemos la forma en que se dilapidan los siempre escasos recursos en privilegios para funcionarios que van desde derroche de combustibles hasta millonarios pagos por telefonía, tenemos que entender que se ha desvirtuado por completo el sentido de servicio y parte de su recuperación es obligar a todos a una correcta y precisa rendición de cuentas.

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