Jóvenes por la Transparencia

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Mateo Echeverría
@Mateoechev
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“Yo no quisiera ser de aquí”, Manuel José Arce

No lo tengo a la mano, pero creo que fue Maurice Echeverría, en su epígrafe de Diccionario Esotérico, el que se refirió al ejercicio de escribir literatura como un esfuerzo por ordenar el mundo y ordenarse. Un esfuerzo que comparto, al que antes le precede la exploración y el descubrimiento, que busca establecer un orden próximo a desordenarse. La escritura como un devenir, un continuo cuestionamiento en el que las afirmaciones son provisionales. En este sentido, esta serie de ensayos –digo ensayos porque estoy ensayando ideas– permanecerán inconclusos o abiertos; fragmentos que mantendrán una coherencia temática, pero en los que me iré contradiciendo, reafirmando o negando continuamente. Será un festín colectivo, un baile que revolotea alrededor de unas preguntas en las que ustedes pueden participar, y me aseguraré también que lo hagan quienes nos han precedido y han pensado antes que nosotros. Un abordaje circular, casi en el sentido heideggeriano, en el que pretenderemos ver desde la periferia un centro ya conocido y evidente (y por eso mismo poco cuestionado) sin necesidad de avanzar o retroceder.

¿Pero a qué centro me refiero? Primero, a lo que cotidianamente experimentamos como “yo” –como el “yo” que Manuel José Arce escribe en Yo no quisiera ser de aquí– que está en un lugar, un “ser de aquí”. Por ahora, no entraremos en las complejidades ni en los entresijos que ya entrevemos, pero basta con mencionar, en ese desdoblamiento reflexivo, en el que el sujeto se transforma en objeto, las posibles alteridades de un “yo situado”. Un “yo” que, además, no se refiere solo al de cada uno, sino al de otros sujetos que reconocemos como “yos”. Pero no vayamos con tanta prisa y quedémonos un momento con Manuel cuando dice que no quisiera ser de aquí porque –y aquí está la verdadera tragedia– ama su tierra, “Amo, con todo lo que soy, este suelo y su gente. Por eso mismo, sufro de manera atroz. Por eso mismo, me duele hasta el aire que pasa. Por eso mismo, no quisiera estar aquí”.

Le duele ser de aquí, porque es un sujeto que está sujetado a un territorio delimitado y a las manos de otras personas que lo habitan. Incluso, cuando se va, cuando esa presencia física desaparece, el amor lo sigue atando: “Uno se va, y entonces, la nostalgia. Uno se va, pero las noticias lo persiguen, los ojos buscan siempre un algo de aquí, la distancia castiga. Uno se va. Pero aunque se vaya, no se va: uno anda llevando su Guatemala adentro, como un amado cáncer, como una idea fija, como un verde corazón que siempre duele al palpitar y que palpita siempre.”

Yo tampoco quiero ser de aquí, pero no porque me desborde el amor, sino porque este país es muy injusto y su injusticia –la desfachatez con la que la sobrelleva– me desagrada. Y no injusta conmigo, sino con otros (y tal vez por ello también lo es conmigo). Pese a ello, la injusticia es desagradable solo con presenciarla, pues basta con ser testigo y no decir nada para compartir cierta responsabilidad. Porque no solo el amor ata a un lugar y a un grupo de personas, sino que basta con la conciencia de que la vida discurre en comunidad, con otros, sin quienes la vida no sería vida. Así, cuando se gasta una broma con el vecino, cuando se trabaja con colegas buscando un fin común, cuando se congrega en torno a una iglesia, cuando sales a tomar una cerveza con amigos, cuando te reúnes para hablar sobre un libro con desconocidos, cuando participas en clubes o familias, se crean o fortalecen vínculos y una conciencia de ser y pertenecer a algo más que un “yo”. Y cuando esa conciencia nace –que, como digo, nace en la sociabilidad en lo cotidiano– estás atado al destino de otros. Una vez has visto, ya no se puede “desver”.

Sin embargo, parece que ser guatemalteco resulta particularmente difícil. Poca duda cabe después de ver las reacciones en torno a la celebración de los 201 años de Independencia. Muchos, como Manuel José Arce, aman el pertenecer a este terruño, y por ello les duele la situación de palpable injusticia que atravesamos. Otros, como yo, no necesariamente nos sentimos allegados de manera afectiva, pero hemos nacido aquí y no pensamos en resignarnos a las cosas como están. Otros, parece que van ciegos, celebran “como si” esto fuera un país que funcionara y en el centro de la pantomima patriótica se regodean en la parafernalia simbólica. Pese a las distintas y variadas reacciones, queda claro que los símbolos nacionales, en lugar de la pretendida cohesión y sentimiento de pertenencia, genera una variedad de problemas: para algunos, es como una anestesia reaccionaria, mientras para otros, un profundo rechazo por contener vestigios coloniales que no terminan de cuajar. Pero la dificultad está puesta sobre la mesa y me atrevería a decir que proviene mucho antes que la Independencia o estas fechas.

Me parece imposible amar algo tan abstracto como un país, menos si el país está diseñado a través de la exclusión y la marginalización de las mayorías. No puedo sentirme orgulloso ni logro identificarme con los símbolos patrios, con la idea de Nación que representan. Y algunos te reprochan con la ingenuidad de creer que los cambios para mejorar se producen solo motivados por ideales –como la solidaridad, la justicia o la paz– y no movidos por el fuego de la indignación, el enojo o el dolor (ingenuidad que se cura con un poco de historia). En pocas palabras, si bien me resulta imposible amar este pedazo de tierra (solo me sería posible en abstracto, así como la comunidad imaginada de Benedict Anderson), quiero que sea un lugar donde sea posible una vida digna para todos. La diferencia está, no tanto en si es amor o indignación el motor, sino si hay esperanza de un futuro mejor. Así como el amor puede funcionar como somnífero, la indignación puede obligarte a asumir una responsabilidad.

Pero, antes de irme por allí, volvamos al poema de Yo no quiero ser de aquí y sin embargo lo soy. ¿Qué significa eso y qué implicaciones tiene? Esa quizá sea la pregunta que bordearemos en estas entradas y espero que la respuesta sea colectiva, plural, e inacabada (es una invitación a que escriban también). No solo porque, como afirma Charles Taylor, en la constitución de la identidad el otro tiene un lugar relevante y constitutivo (no hay “yo” sin otros “yoes”, es bidireccional), sino porque también, como afirma Sen, la identidad no es monolítica ni impuesta, sino que hay un abanico de opciones y posibilidades que se abren frente a nosotros.

El cuestionamiento no solo me interpela de manera personal –en el sentido de que no sé quién putas soy–, sino que lo planteo porque hay quienes afirman que una identidad guatemalteca común sería parte de la solución a nuestros problemas nacionales. Podemos pensar en las hermosas líneas de Cardoza y Aragón, Guatemala, las líneas de su mano, en la que reconocemos la intención de construir un proyecto nación desde el seno revolucionario. O en alegatos históricos como el de Pérez de Antón, Y lograron sin choque sangriento, que tienen la intención de elogiar el pasado para sentirnos orgullosos. O Mario Payeras, que propone en Los pueblos indígenas y la revolución Guatemalteca otra propuesta de autonomía a los pueblos indígenas para la nueva nación multiétnica. Otra alternativa es la que Demetrio Cojtí desarrolla en Configuración del pensamiento político del pueblo maya, una propuesta de “federación de naciones” en la que no es necesario “construir una identidad nacional” porque ese no es el problema. Hay muchas más propuestas, imposibles de desarrollar aquí, así que de momento vale la pena notar lo mucho que se ha pensado y la variedad de propuestas que existen.

Yo no quisiera ser de aquí y sin embargo lo soy. Y no quería ser de aquí desde muy joven, cuando me fui a buscar una vida afuera y titulé mi tesis de licenciatura Searching for a new identity (Buscando una nueva identidad). Desde pequeño tengo un deseo de fuga, como al que se refiere Guzmán-Böckler cuando habla sobre el ladino como ser ‘aspiracional’ o Mario Payeras que le dice paria. Un ser que no se reconoce ni de aquí ni de allá, que admira una herencia que no es suya y reniega de su posible vinculación indígena. El racismo del que habla Marta Elena Casaús, una identidad constituida en el rechazo al otro, en la negación, casi un no ser, como dijo Amílcar Dávila. En otra entrada exploraremos lo conceptos de ladino/mestizo/criollo/indígena, pero ahora basta recordar que no se reduce a una cuestión étnica, sino a la conciencia de la injusticia, de saber que muchos privilegios se asientan sobre la depredación de tantos otros (no empiecen con la onda de suma cero por favor). Pero desde Cardoza, y en el resto de autores, tanto en las reivindicaciones como en las críticas, o en la disputa que celebramos cada independencia, se desvela la fragilidad de nuestra identidad, las tensiones, las ambigüedades, la poca claridad y la división. De momento, creo que no hay identidad guatemalteca que sea compartida y si la hubiera, lo sería a un nivel muy superficial sin condiciones materiales que la acompañen.

Ahora bien, para terminar, “¿quién putas soy?” bien podría ser una de las preguntas que deambularan en la cabeza de Santiago en Volver implica demasiado. Otro título que bien muestra esta tensión, ya casi una negación de la patria. No interesa ahora hablar sobre la novela (y qué mal gusto de mi parte sería hacerlo), pero Santiago –el protagonista–, cuando se encuentra con otro guatemalteco en España, experimenta una dificultad para reconocerse como miembro del mismo lugar (¿racismo?) y experimenta una sensación de culpa y reconoce lo mucho que ignora sobre el lugar del que viene (¿cómo amar lo que no se conoce?, ¿o quizás solo así se pueda amar Guate?). En esto último resuena la voz de Guzmán-Böckler, el ladino en realidad ignora lo que reniega. Y ese despertar ocurre cuando uno sale y ve a otros de otras naciones, así como escribió Alejandra Martínez en su reseña de la novela: “Pareciera que el guatemalteco solo puede verse a sí mismo, y entender su sociedad, cuando se contempla desde la distancia y cuando ha visto otros mundos.” Por eso volver implica demasiado, ya sea porque es volver a un no-lugar o porque ello te compromete a hacer algo al respecto.

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