Mario Alberto Carrera

marioalbertocarrera@gmail.com

Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

Cuando yo tenía quince años comenzó la guerra (sería una frase enganchadora para iniciar una novela). En mi novela “Don Camaleón” (hoy completamente agotada y en espera de reedición) hay dos capítulos que consagro a la confrontación que inició en los sesenta: “Un viejo general se divierte” (en el que aparece el Gral. Idígoras saltando cuerda en la incipiente televisión) y “La muerte del poeta” en exaltación elegíaca a Otto René Castillo”.

Toda mi juventud y parte de mi madurez que hoy es más que otoñal, transcurrió bajo el fosco y confuso alero de la confrontación armada interna (como se le prefiere llamar eufemistamente) de esta guerra civil que no acaba (porque no acaban su causas por más que digan las derechas lo contrario) y que no nos dejó tiempo para ser adolescentes ni jóvenes y nos infiltró hasta el tuétano un sentimiento de pesimismo crónico y luctuoso –cuya causa y origen no es patológico-íntimo o inconsciente sino efecto y producto de la realidad sombría que nos ha tocado vivir a los guatemaltecos más conscientes (y no digo conscientes con ninguna arrogancia, porque el horror trascendió y se expandió a todos los confines) conscientes en el sentido de preocupados por nuestra realidad nacional (pero sin teñirla de rosa y ensueño) y con el vehemente deseo de dejar testimonio de todo ello (como en mi novela citada) y en mucha obra periodística desperdigada por allí y que abarca más de medio siglo.

Pasando a otra temática, pero siempre de balas y metralla, fui concebido bajo los tumbos de pólvora de la revolución del 44 y, ni bien había nacido, ya íbamos para el exilio que duró casi diez largos y abrasadores años en las calientes tierras de El Salvador. Mi padre simpatizaba con Francisco Javier Arana (ala derecha de la revolución) aunque fue firmante del “Memorial de los 311” y amigo de Jacobo Árbenz (ala izquierda) porque estudiaron juntos en la Escuela Politécnica.

Unos ocho años después de haber retornado del amargo mundo del exilio y del ostracismo, comenzó la mera guerra con una amarga brecha entre derechas e izquierdas: capitalistas y comunistas y mi hermano y yo participamos (imberbes atontados sin ideología) como alumnos de bachillerato en los encuentros y enfrentamientos citadinos de marzo y abril de 1962 contra la supuesta dictadura de Idígoras.

Desde entonces (desde antes de ser mayor de edad, mucha agua ha corrido) he visto caer amigos, desconocidos, admirados escritores y periodistas y anónimos ciudadanos por cientos de miles que la guerra civil guatemalteca se ha ido tragando en cantidades que se vuelven no sólo de pesadilla sino casi imponderables. Este enfrentamiento (que hoy continúa de otra manera pero por las mismas causas socioeconómicas) que vuelve y vuelve a sus causales iniciáticas, ha cobrado más muertes que las revoluciones nicaragüense y salvadoreña que comenzaron antes y terminaron también antes que esta que nos ha desgarrado y que no restaña con los discutibles Acuerdos de Paz: la gran jugarreta Arzú-Porras.

Con excepción del exilio de mi padre (que nos arrastró a todos, yo el menor) he vivido fuera de Guatemala poco. Mucho, cuando la guerra ya había terminado: muchos años en Roma, Atenas y Bogotá y he recibido no pocas amenazas de muerte -entre los 70 y los 90- de cuya realidad y certeza puede dar cuenta en la Procuraduría de los Derechos Humanos donde quedaron durmiendo las denuncias.

Se puede decir que he pasado los tiempos de la guerra civil guatemalteca ¡bien metido en ella!, en el sentido de mantener y sostener una columna de opinión (antes y primero en El Gráfico por 25 años, con emisión ¡diaria!) que nunca ha sido ni de derechas ni de izquierdas, sino ciertamente libertaria-liberal y que por eso ha recibido el vituperio y la censura de los capitalistas a ultranza como la de los comunistas hoy desaparecidos. El riesgo de ser perseguido ha sido doble y nunca he recibido el apoyo que las roscas de uno u otro bando brindan a sus simpatizantes y a sus plumas alquiladas (porque el arriendo tiene diversas máscaras de resonancia). Me he ganado la vida como maestro y como periodista (con excelente salario en el primer Siglo XXI y en la primera Revista Crónica de la que fui miembro de su consejo editorial) y en la Universidad de San Carlos en la que fui Profesor Principal y Titular (tiempo completo) y de la que estoy jubilado.

He visto destruir y dinamitar muchos puentes y he sido testigo de sus famélicas reconstrucciones. He visto volar cadáveres por los aires en el Parque Central y caer colgando sobre los árboles por la expansión de las bombas que dizque ponía Donaldo. He sido testigo presencial de masacres como la de Panzós. He visto morir quemados a amigos queridísimos como Jaime Ruiz del Árbol, en la Embajada de España.

Pero –lo más doloroso y estremecedor- estoy viendo desgreñar y arrancar (despiadada e irreverentemente) lo que quedaba de la Revolución de octubre de 1944, con la afincada esperanza que durante el nuevo Gobierno renazca gloriosa de sus cenizas y renovada.

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