Mario Alberto Carrera

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Premio Nacional de Literatura 1999. Quetzal de Oro. Subdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Miembro correspondiente de la Real Academia Española. Profesor jubilado de la Facultad de Humanidades USAC y ex director de su Departamento de Letras. Ex director de la Casa de la Cultura de la USAC. Condecorado con la Orden de Isabel La Católica. Ex columnista de La Nación, El Gráfico, Siglo XXI y Crónica de la que fue miembro de su consejo editorial, primera época. Ex director del suplemento cultural de La Hora y de La Nación. Ex embajador de Guatemala en Italia, Grecia y Colombia. Ha publicado más de 25 libros en México, Colombia, Guatemala y Costa Rica.

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Mario Alberto Carrera

¿70 años en el poder? En el poder, no. Pero sí en el fortísimo trono del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. O más ampliamente: de la Mancomunidad de Naciones o Commonwelth.

Pese al affaire Belice Guatemala -y sus amagos de pequeñas guerras- y de los diferendos en la Corte Internacional de La Haya, siempre me ha hecho sentir gran admiración por su indeclinable y recia personalidad -Isabel II- que celebra sus bodas de platino con la corona -en el trono- más deslumbrante de la Tierra hoy.

Se sabe bien que Gran Bretaña es una monarquía constitucional y que por lo mismo el mando de Isabel II es muy limitado. Sin embargo no hay monarca del mundo que inspire más respeto con sus 96 años.

Si no fue bella como Diana en su juventud, sí que fue discretamente atractiva cuando se alista en el Ejército británico y cuando se casa con quien amó, quiso y deseó: Felipe de Edimburgo.

Luego pasó a tener una figura exenta de frivolidades pero lucidora y resplandeciente en sus trajes de gala o en sus vestidos, abrigo y sombrero a juego de tonalidades pastel, en las soirées. Y un toque de grave gusto siempre: collares de perlas y prendedores de una elegancia sutil.

Su majestad en ocasiones se baña en joyas porque el ritual y el protocolo áulico lo ordenan en ceremonias en que ha de ir alhajada de la cabeza a los pies. Pero la reina no luce retadora así ni menos delirante de superioridad, sino serena, bonancible y gentil. Siempre, a lo largo de 70 años.

¡Y con 70 años en el trono y 96 de edad! aún sale al balcón de su imponente y dorado palacio londinense, para recibir el aplauso de su pueblo que la admira casi tanto como yo!

¿Y por qué la admiro yo, lector? Por todo lo que ya he dicho pero especialmente por su carácter que es verdadera columna vertebral imaginaria de una nación que en ella ve –como veo yo- el ejemplo más forzudo, sólido y resistente ante los avatares del Reino y los sismos de la Casa Real que ha sufrido el embate de muchos despropósitos familiares. Pero ella con impasible gesto sabe introducir sus manos sin aspavientos y componer lo dislocado silenciando la alharaca popular.

Vengo observando a la reina desde mi niñez en que la admiraba –como a Eva Perón- por la ventaba inmensa de “Bohemia” o Life” que compraba mi padre gran habitué de publicaciones y libros. La admiré en mi juventud y no digamos ahora que, en plena madurez, puedo arribar a mejores juicios y, entre ellos, Isabel II continúa conservando su papel tranquilizador cuando los espacios se crispan.

Pronto tendrá que dejarnos o a lo mejor acaso alcance los 100 años. Pero no ya en las brillantes funciones en que deslumbró. ¡Y que siga deslumbrando!, porque no ha habido nave más estable en buena parte del mundo, como su reinado. Como reina de un reino que se siente y es una de las potencias de la Tierra.

A lo largo de los años siempre tuve el temor de que podía fallarnos, tal el poderío de las tormentas que fieramente la circundan y aunque a mí aún me falta mucho para competir con sus célebres noventitantos, me siento complacido que los dos –placenteramente- estamos llegando al puerto donde las pasiones agonizan para embarcarnos en un veloz esquife que en la bruma se deslíe.

Con serena y madura entereza Isabel II celebra sus 70 años en el trono de platino superior al oro y más resistente que el áureo metal. ¡70 años!, que se dice pronto y con gran admiración. Unas bodas de fortaleza y poderío tendidas y prolongadas -como su luenga capa de armiño- en que envuelve su valor, su significación y su intrépido temple de espléndida reina.

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