Alfonso Mata

alfmata@hotmail.com

Médico y cirujano, con estudios de maestría en salud publica en Harvard University y de Nutrición y metabolismo en Instituto Nacional de la Nutrición “Salvador Zubirán” México. Docente en universidad: Mesoamericana, Rafael Landívar y profesor invitado en México y Costa Rica. Asesoría en Salud y Nutrición en: Guatemala, México, El Salvador, Nicaragua, Honduras, Costa Rica. Investigador asociado en INCAP, Instituto Nacional de la Nutrición Salvador Zubiran y CONRED. Autor de varios artículos y publicaciones relacionadas con el tema de salud y nutrición.

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Alfonso Mata

En un sentido primordial, se puede decir que buen número de guatemaltecos son de creencias cristianas y entonces me pregunto sobre la identidad de sus enseñanzas que permitan una identidad del yo con el otro y efectivamente me encontré con estas dos ilustraciones de ello:

El Papa Benedicto XVI en la homilía de su toma de posesión al papado dijo: Hemos recibido la fe para darla a otros. Somos sacerdotes destinados a servir a los demás. Y debemos producir un fruto que permanecerá. Todas las personas quieren dejar una huella que perdure. Pero ¿qué queda? El dinero no. Los edificios no, ni los libros. Después de una cierta cantidad de tiempo, ya sea largo o corto, todas estas cosas desaparecen. Lo único que permanece para siempre es el alma humana, la persona humana creada por Dios para la eternidad.
Realmente esta reflexión no solo aplica al religioso sino también al funcionario público, al servidor que ha sido puesto para darle a quien necesita, y servir y producir para su pueblo.

A su vez Agustín de Hipona en su prédica a sus feligreses “¡un muerto había resucitado!” explicaba: Los primeros carneros del rebaño, los bienaventurados apóstoles: vieron al mismo Señor Jesús colgado en la cruz; se apenaron por su muerte, se asombraron de su resurrección, lo amaron en su poder y derramaron su propia sangre por lo que habían visto. Imagínense, hermanos –dice Agustín, lo que significaba que los hombres fueran enviados por todo el ancho mundo a predicar que un muerto había resucitado y ascendido al cielo y enseñado a velar entre nosotros, y que por predicar esto sufrir todo lo que un mundo delirante y furioso pueda infligir: pérdida de bienes, destierro, cadenas, torturas, llamas, fieras, cruces, muertes dolorosas. ¡Todo esto por Dios sabe qué! Y concluía Agustín explicando a sus feligreses: quiero decir, realmente, mis hermanos y hermanas, ¿Pedro estaba muriendo por su propia gloria o proclamándose a sí mismo? Un hombre moría para que otro pudiera ser honrado, uno estaba siendo asesinado para que otro pudiera ser adorado. ¿Habría hecho esto si no hubiera estado ardiendo de amor y completamente convencido de la verdad? Una amonestación de que es la participación en aras de una verdad y justicia, lo que nos corresponde hacer a cada uno.

Cuando uno recapacita sobre esas dos enseñanzas, cae en la cuenta que ambas buscan lo mismo: solidaridad y responsabilidad hacia el otro. Sin el sentido de solidaridad, como meta del poder que otorga un puesto, se desvirtúa un buen gobierno y su razón de ser. Sin esa lucha ciudadana hombro con hombro, por lo que es justo, sin la lucha hombro con hombro contra todas las pobrezas, la democracia y la soberanía es cosa de broma.

Esas enseñanzas hablan no de hermandad, cosa de vecindario o impuesta, pero en realidad no pedida, sino que nos muestran que el camino de la fraternidad es ante todo construcción basada en la paternidad de la justicia y la equidad.
A diferencia de la idea estoica impersonal de yo y de la vaga idea mediada por lo mío, por lo que sea con tal de ser yo, incluye la unión fraterna en un fin común: la lucha por el bienestar de todos. Solo en una fraternidad pueblo gobierno, puede forjarse una nación. Y eso es cosa de construir no de esperar, como nos lo muestran las enseñanzas de arriba.

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