Mario Alberto Carrera

La Semana Santa dura -creo yo entre sueños- casi un mes. En mis mejores días –días infantiles- tardaba mucho. La de Dolores. La propiamente dicha y la de Pascua o de gloria. Y entonces se cumplían al pie de la letra –y a sonoro golpe de matraca, entre torrentes de aromado corozo, buganvilias floridas jacarandas y acacias en flor- los días de la Pasión de Jesucristo donde el Señor sepultado era el dueño de todas mis temerosas reflexiones de niño, en que creía que los muertos volvían a la vida.

Para mí la Semana Santa es “ayer” y un “ayer” que se hace siempre, siempre hoy. Ayer, porque ahora ya no tengo la suficiente sencillez como para creer el fantástico surrealismo de la vida y muerte de Jesús de Nazaret. Cuando anduve por Tierra Santa y estuve en su pequeño y asfixiante sepulcro, ya había perdido aquel candor y color iniciático y pueril (sí, el de mi Semana Santa de “ayer”) y no pude disfrutar la tierra -polícroma de religiones- del Señor, como le decíamos en el colegio. Carecía ya de ingenuidad, se habían ido los años en que creía y la fe me había ya abandonado, para bien de las ciencias y de las artes que, creo que Rousseau desaprobaba, para el desarrollo de la moralidad humana. Creo en Rousseau –su único hijo- pero creo que en esto no estamos de acuerdo.

Marzo y o abril –según las lunas y Roma.

Ayer es el pretérito pluscuanperfecto para situar todas las semanas santas –tanto sus umbrales como sus codas- que comenzaban un jueves o un viernes de Dolores -con todos los avatares estudiantiles y sus festivos desfiles, velada, huelga y No Nos Tientes- más bien inverecundos. Un ayer que puede ser el de mis 11 o 12 años cuando Rossell y Arellano dispone excomulgar ¡excomulgar!, a todos los que presenciaran la parada de la huelga de todos los dolores, que desató aún más el ansia por verla y nos arrastró la curiosidad de mi madre (mi padre era para todo indiferente y enemigo de chusmas y aglomeraciones) y la mía todavía en ciernes, al paso de la numerosa troupe con irreverentes carrozas de corrosiva crítica y el trepidante acompañamiento de los estudiantes de toda laya y condición.

Yo quedé entre pasmado, escandalizado y espeluznado. Después de 10 años de exilio en San Salvador, todo aquello me parecía hasta cosmopolita. Fue cuando me enteré de la existencia de los condones que, colgando –hediondos y de palos- y sobre la parrilla de una moto, un estudiante (que ahora para mí sería un niño) paseaba y acercaba a la nariz de la mayoría de la concurrencia que observaba desde la acera -festiva e indignada- el paso del grueso del gran desfile de finales de los años 60 del siglo pasado.

También y como uno de los conocimientos y gracias de aquel acontecimiento estudiantil -pero realmente guatemalteco en conjunto- me enteré de la existencia del travestismo -en su sentido sexual- y en el de la posibilidad de mutaciones sexuales. Fue un abrir y cerrar de ojos al sexo y a la impudicia, porque las “belemas” o las del Belga o las del English (varones vestidos de mujercitas) confundieron obscenamente los entrecruces y entresijos de mi mente y sus neuronas, hasta el punto de no saber si lo que me habían enseñado como mal era el bien. La ambivalencia de los estudiantes vestidos de señoritas concupiscentes -y enseñando los calzones- erizó todas las posibilidades de mi entendimiento propicio al conocimiento pero también ¡hay que decirlo claramente!, al desenfado.

El bullicio estudiantil pasó y se engulló con pescado seco envuelto en huevo, buñuelos y garbanzos en miel. Y llegó el siguiente viernes, el viernes macabro y estremecedor (que incluía parte del jueves Santo) y en el que, en una o dos jornadas, se juzga a un justo (que por lo mismo no debería ser juzgado) es condenado por los implacables, se le golpea con ira, se le asesina en una cruz y la Iglesia –siglos después- lo entierra solemne y amoratado ¡todo en un solo día! Y aquella jornada los niños y adolescentes –que empezábamos a entender las maldades de la vida también (como las jornadas de la huelga estudiantil) teníamos que tragarlas y digerirlas con premura y sopetón. O, como yo, quedarme por años sin asimilar toda aquella siniestra información ¡delirante!, como en un empacho sin límites engrosado por molletes rellenos de crema, bacalao a la vizcaína y curtido colorado y nacional.

Lo del arzobispo ya no prosperó, se quedó como agua de  borraja, menos importante que el bacalao que habíamos devorado (muy a la española, los mestizos) un día antes.

Sábado ya fue quedarse medio in albis, atontado de tanto conocimiento y enlutados por el divino muerto. Espera infinita en Sábado de Gloria (en un Purgatorio anticipado) en que no podíamos cantar, ni saltar ni jugar. Todo permanecía ensangrentado, mustio, demacrado.

¡Y por fin el Domingo de Resurrección en que se celebra al resucitado desde la cueva de José de Arimatea, hasta el azul profundo que lo recibía (el azul del palio de las procesiones) como el Hijo encarnado vuelto a nacer. El hijo unigénito de Dios que retorna a la casa grande que bien pudo ser el Olimpo, al  lugar al que pertenece después de haber venido al mundo para redimir al hombre –Él- el padre y el hijo de toda compasión.

La Semana Santa –con la de Dolores y la de Pascua- un bagaje retumbante de cosas, verbos, palabras, acontecimientos que no lograba entender porque se me confundía la festiva troupe de Dolores, con los dolores obnubilados de la Semana Mayor.

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