De acuerdo con la Agencia de la ONU para los Refugiados, el número de nicaragüenses que hoy buscan protección en Costa Rica supera el que sumaron todos los extranjeros que pidieron refugio durante las guerras civiles de América Central en los años 80. Foto: La Hora / AP

El ventanal cubre de piso a techo y se extiende de pared a pared.

El sacerdote al otro lado del vidrio escucha una confesión a la vista de todos, acercando la mano a un devoto que cierra los ojos para recibir la absolución. Por eso sorprende saber que el religioso en realidad está oculto. Llegó hace pocos días a esta parroquia extranjera para salvarse de las amenazas que recibía en su país.

 

La organización de derechos humanos Nicaragua Nunca Más estima que él es uno entre medio centenar de religiosos nicaragüenses que se han exiliado desde 2018, cuando las insatisfacciones del pueblo despertaron una voz colectiva que se movilizó hasta las calles.

En aquel entonces, el presidente Daniel Ortega acudió a la Iglesia católica para pedirle mediar entre manifestantes y gobierno, pero la relación se fracturó y el distanciamiento se convirtió en represión.

El temor atraviesa las palabras del sacerdote hasta para pronunciar su propio nombre. El exilio le concedió distancia del acoso, pero la desconfianza y la tristeza viajaron con él en auto y motocicleta; caminaron a su lado cuando cruzó la frontera a pie.

Sólo accede a una entrevista si su identidad y localización se mantienen en reserva. Su familia vive en Nicaragua y el precio de su seguridad es su silencio.

“Hay persecución a la Iglesia porque la Iglesia es la voz del pueblo y, como decimos en Nicaragua, la voz del pueblo es la voz de Dios”, dice.

El suyo es el segundo país más pobre de las Américas después de Haití, según el Banco Mundial. En ese territorio centroamericano viven casi siete millones de personas. Miles subsisten con menos de dos dólares al día y a todos les afecta la crisis política que ha derivado en sanciones internacionales y estancamiento de sectores como el turismo.

Ante este panorama, explica el sacerdote anónimo, la iglesia ha dado palabras de consuelo y fortaleza. “Es la que ha tomado la batuta, la que ha sido siempre una esperanza en medio de tanto dolor”.

 

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En el patio de las oficinas de Nicaragua Nunca Más en Costa Rica, una pared retrata los rostros de quienes murieron protestando hace cinco años. Lo plasmaron las madres de las víctimas, explica Yader Valdivia, defensor de derechos humanos que trabaja en el colectivo y vive en San José.

De acuerdo con la Agencia de la ONU para los Refugiados, el número de nicaragüenses que hoy buscan protección en Costa Rica supera el que sumaron todos los extranjeros que pidieron refugio durante las guerras civiles de América Central en los años 80. Hasta febrero de 2022, la cifra alcanzó los 150.000.

Según diversas organizaciones, la represión del gobierno nicaragüense dejó al menos 355 muertos y 2.000 heridos en 2018. A la fecha, el presidente -que concentra el poder junto con su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo- justifica el uso de la fuerza asegurando que sus detractores pretendían orquestar un golpe de Estado.

Ortega asumió el cargo en 2007 y, en unas elecciones que la comunidad internacional cuestionó, en 2021 obtuvo un cuarto mandato. Desde la convulsión social, su gobierno ha tomado acciones para silenciar a la crítica y la oposición: cárcel o arresto domiciliario para aspirantes presidenciales, cierres de medios de comunicación y acoso o prisión a líderes religiosos que reprueben su gestión.

Valdivia precisa que entre los líderes exiliados también hay seminaristas y trabajadores de los templos. CSW, una organización internacional que analiza y defiende la libertad religiosa, coincide y añade en un reporte publicado en 2022 que el Estado ha criminalizado a pastores evangélicos y a religiosos de la Región Autónoma de la Costa Caribe Sur. Además, expulsó a dos congregaciones de monjas.

Los cierres impuestos por el gobierno no sólo disolvieron siete radios católicas –que para las comunidades sin acceso a internet representaban el único modo de escuchar misa- sino también 50 iglesias evangélicas que tenían personería jurídica como asociaciones. “Ellos no lo han denunciado”, aclara Valdivia. “Por eso se visibiliza más la Iglesia católica”.

 

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Como el sacerdote anónimo, docenas de líderes y feligreses han confiado sus testimonios a organizaciones como Nicaragua Nunca Más y CSW pidiendo que se proteja su identidad.

Algunos de los agravios documentados incluyen la irrupción a templos que fueron baleados, robo de hostias y santos, grabación de misas para monitorear a sacerdotes, destrucción de objetos religiosos -como la Sangre de Cristo en la Catedral de Managua- y prohibición de procesiones.

CSW agrega que los devotos no pueden colgar símbolos sagrados fuera de sus casas y a los detenidos se les niegan las visitas de un sacerdote o tener una Biblia en prisión.

Las palabras de un líder religioso que defienda los derechos humanos tienen un precio. Un sacerdote narró con tristeza que autoridades aeroportuarias tiraron a la basura crucifijos bendecidos por el papa Francisco. Cuatro pastores aseguraron que los seguían hombres enmascarados. Uno más dijo haber hipotecado su finca para reunir dinero y dejar el país.

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La tarde del primer encuentro, la monja prefiere no hablar. Titubea como si su cabeza hurgara entre recuerdos y dice que no quiere revivir la salida de su país. Al día siguiente, aún temerosa, accede si se le garantiza el anonimato.

Cuenta que su comunidad era muy devota y cariñosa. “En cualquier lugar en el que nos vieran siempre nos saludaban”, dice. “Nos llamaban ‘madrecita’. Nosotras decíamos ‘díganos hermanas’, pero ellos tenían esa costumbre. Sentían que éramos una madre para ellos”.

 

Habla muy bajo, como si contara un secreto, y relata que trabajó en una casa de ancianos y una guardería. Salió por orden del gobierno y viajó por tierra, como el sacerdote anónimo, y ahora trata de rehacer su vida.

“Rezo por mi país. Creo que todo el mundo, no sólo yo, para que vivamos tranquilos, en paz”.

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Desde una oficina en la parroquia que lo adoptó, el sacerdote anónimo dice que su nueva feligresía le ha recibido con alegría pero sus ojos se afligen cuando habla del hogar que dejó.

“Es un pueblo sencillo, humilde, muy católico, muy lleno de Dios”, dice. “Extraño mi gente, mi nación”.

Explica que ahí el gobierno impuso diversas restricciones. Patrullas que resguardan los templos. Policías vestidos de civiles que escuchan las eucaristías. Feligreses interrogados por autoridades para saber qué dicen los sacerdotes en misa.

“Hay mucho temor, incluso entre los laicos que se pronuncian. También ellos son mal vistos y se les amenaza. Les mandan mensajes anónimos o cosas así”, asegura. “No podemos decir nada y, si se dice, ya sabemos cuál es la paga”.

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La imagen es la siguiente: el obispo está arrodillado fuera de su parroquia con los brazos en alto frente a policías armados, como si fuera un criminal al que hay que fusilar. Monseñor Rolando Álvarez aún no lo sabe, pero su nombre se imprimirá en la historia y su resistencia se convertirá en un símbolo.

Es un jueves de agosto de 2022 y le basta su fe para plantar cara a los uniformados. Ellos cercan su templo para impedir la entrada de feligreses a misa, pero monseñor se las ingenia. Sale a la calle levantando la imagen del Santísimo y predica. Si los devotos se acercan, la policía los repele.

 

Cuando las autoridades aumentan la presión, lo recluyen en su templo y él los bendice. “Aquí vamos a permanecer sin irrespetar a la policía”, dice ante una cámara.

Él ya no recuperará su libertad. Tras un tiempo, el gobierno le dictará arresto domiciliario y meses después lo acusará de conspiración y propagación de noticias falsas. Luego lo encarcelará.

En febrero de 2023, cuando el Estado libere y envíe a Estados Unidos a 222 líderes políticos, sacerdotes y otros disidentes, él no subirá al avión y el gobierno se lo cobrará con una sentencia de 26 años de prisión.

Quizá sin que lo sepa, su ausencia potencia su lucha. Conforta el corazón de los exiliados que piensan: él sigue ahí, resistiendo por mi país.

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Reynald Gaitán se describe así: exiliado, exseminarista, laico consagrado de Nicaragua y actual estudiante de Teología en Costa Rica.

Habla con la pasión de un guerrillero que defiende su causa. “Yo siempre he dicho que hay estructuras de poder. Las denuncié cuando podía predicar en el templo donde estaba de encargado de servir en Estelí”.

Cuenta que huyó porque despertó incomodidades y empezó a recibir amenazas. La gente lo buscaba porque necesitaba que alguien escuchara. Por ejemplo, la madre de un estudiante asesinado en las protestas.

“La gente, cuando no hallaba qué hacer, recurría al sacerdote para pedir consejo, para hallar consuelo. ‘Padre, ¿qué hacemos? Mi sobrino está preso. Ayúdenos’”.

Algunos religiosos, sin saber cómo ayudar, lloraban, asegura Gaitán. Otros, como monseñor Álvarez, peleaban.

 

Cuenta que el obispo vivió una primera represión contra la Iglesia durante la revolución en los años 80 y que tuvo que exiliarse en Guatemala. Al volver, se volcó en su pueblo y defendió a los jóvenes como la esperanza de su nación.

“Monseñor predicaba en contra de que manipularan a los jóvenes para cuestiones ideológicas”, dice Gaitán. “Eso enfurecía a los que defienden la revolución porque para la revolución los caídos son mártires, pero para la Iglesia son víctimas”.

Las convicciones del obispo, añade, incomodaron a algunos religiosos que pensaban que su conducta le traía sufrimiento a la Iglesia.

Gaitán cree que la decisión de permanecer en prisión reitera su congruencia. “Si monseñor llegara a morir, la causa de él seguiría viviendo porque siempre lo vamos a recordar como el mártir de las causas”.

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Hubo un tiempo en que Iglesia, pueblo y gobierno compartieron una mesa para hablar.

Para menguar la convulsión de 2018, Ortega acudió a la Conferencia Episcopal y ésta accedió a reunir actores participantes en el diálogo, pero en ese espacio surgieron potentes voces opositoras –como la del estudiante Lesther Alemán — y ante el conflicto, los religiosos no guardaron silencio.

Juan Diego Barberena, abogado y activista en Unidad Nacional Azul y Blanco, que aglutina movimientos que exigen libertad en Nicaragua, explica que desde 2014 la Iglesia alertó sobre la posible configuración de un régimen autoritario, una eventual manipulación del sistema electoral y la represión a activistas.

 

Cuatro años después, durante las protestas, las iglesias sirvieron de refugio y Ortega comenzó a decir que los sacerdotes protegían a “ terroristas ” y eran “diablos con sotanas”.

Lo que siguió después ocupó titulares internacionales. Una iglesia de Diriamba fue tomada por fuerzas gubernamentales. Enmascarados afines al Estado atacaron a religiosos encabezados por el cardenal Leopoldo Brenes cuando intentaban ayudar a manifestantes. Silvio Báez, obispo auxiliar de Matagalpa, resultó herido y luego denunció un intento de asesinato.

Ahora él y otros religiosos viven exiliados en Estados Unidos, a donde parte de su feligresía se ha desplazado y en febrero llegaron algunos liberados por el gobierno, entre ellos, seis sacerdotes, dos seminaristas y un pastor. Se cree que dos padres, además de monseñor Álvarez, siguen encarcelados en Nicaragua.

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¿Por qué el gobierno nicaragüense persigue a religiosos?

Barberena explica que “hay un afán de constituir un régimen totalitario, donde todos los espacios públicos y sociales sean controlados”. Agrega que la represión pretende evitar que desde la Iglesia se generen mensajes que reafirmen la convicción de la gente, pero el gobierno olvida que también los sacerdotes son ciudadanos que viven la problemática social y que su feligreses les cuentan sus vivencias.

“En las comunidades donde el Estado no existe, la gente se acerca a su guía espiritual”, explica.

Varios religiosos han expresado que sólo desean profesar su fe, pero el gobierno insiste en calificar a todos como opositores. “En el caso concreto de monseñor Álvarez, él sí toma una posición política porque es inevitable”, dice Barberena. “Me recuerda a monseñor Romero en El Salvador”.

 

Como él, otros analistas coinciden en que la permanencia de Álvarez en Nicaragua podría ser problemática para Ortega.

Según Yader Valdivia, de Nicaragua Nunca Más, el obispo representa la reserva moral, social y espiritual del país. Mientras la Conferencia Episcopal guarda silencio y el Vaticano se pronuncia con cautela, él es un símbolo de lucha en un territorio donde se ha eliminado la libertad de prensa, se cancelaron las organizaciones de derechos humanos y miles se han exiliado.

La voluntad del obispo, finaliza Barberena, envía un mensaje. “Él dijo: yo me quedo en Nicaragua y asumo mis costos; asumo los costos por el resto de la ciudadanía”.

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Según han narrado algunos religiosos a Nicaragua Nunca Más, ellos dejaron su país como cualquier migrante. La jerarquía de su iglesia no intercedió por ellos ante la Conferencia Episcopal de otro país ni les facilitó recursos.

“Ellos se ponen a disposición de algunas iglesias”, explica Valdivia. “A algunos los han acogido, pero otros viven en situaciones precarias, viendo de qué pueden trabajar, cómo pueden vivir”.

Cuenta que muchos huyen sólo con lo que traen, sin ropa ni dinero, y viajan solos para no exponer a su familia a las calamidades del trayecto.

 

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El sacerdote anónimo no pudo despedirse de su pueblo. Salió a escondidas, apresurado, y sólo con la persona que lo transportó.

Dice que las amenazas empezaron cuando se refirió a la situación de la Iglesia en sus homilías. “Cualquier cosa que aluda a lo que está mal, es mal visto. No podía decir nada pero lo dije y ya está cincelado. Por eso estoy acá”.

A los devotos que acudían a él –desconsolados en su mismo país roto- les decía lo que se dice a sí mismo: Dios acompaña, fortalece; hay que luchar. “Como dice el apóstol Pablo: si Dios es con nosotros, ¿quién contra nosotros?”.

Al terminar la charla se cambia de ropa y se dirige al templo, donde cientos esperan su misa.

Cuando alcanza las puertas de ésta, su nueva iglesia, el canto de una mujer rebota en las paredes y él se hace camino con la vista al frente.

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