Elfer Galicia

Lector voraz, sin pretensiones ni alardes. Sus inquietudes intelectuales lo llevaron a estudiar Lengua y Literatura y, después, Ciencias Jurídicas y Sociales, a la misma universidad que otrora recorrieran Rogelia Cruz, Carlos Martínez Durán, Rafael Cuevas del Cid, Manuel Colom Argueta o Isabel de los Ángeles Ruano. Ha ejercido la docencia en instituciones privadas Actualmente se desempeña como procurador jurídico. Estas líneas biográficas no son motivo para desconfiar de lo que escribe, sobre todo tomando en cuenta que no vive aporreando redoblantes o compitiendo como merolico en las plataformas virtuales existentes.

 

Gabriela tomó la decisión de alejarse de él. En la carta que la dueña del pequeño café le entregó estaban las razones. Por la tarde, tumbado en la cama, trató de leerla. Estaba escrita con prisa, lo supo por la improvisada caligrafía. Había leído varias, dejadas en el buzón del jardín frente a su casa, que revelaban, poco a poco, la trama de una novela, un cuento, sus investigaciones periodísticas. Dos semanas atrás le había dejado una donde, finalmente, trataba el tema de las desapariciones. «Tengo dos folders.», le decía, «Las he digitalizado todas, por si un día de estos alguien de ellos llega a saber que las tengo y pretenda destruirlas». Pasaba un vistazo general sobre la carta pero se resistía a leerla.

Un presentimiento le decía que algo no iría bien. Se levantó de la cama y fue por una cerveza. Sentado ya en la sala, quiso escribir algunos versos. Tres cervezas en ese momento no eran suficientes, de manera que salió a comprar otras. La casa de Gabriela se encontraba a seis jardines después de la suya, sobre la misma avenida, por lo que decidió caminar en esa dirección, con el secreto deseo de encontrarla, como hacía los martes en la tarde cuando se iban a la biblioteca, luego al parque a charlar sobre sus resultados intelectuales de malos escritores de noviembre, mientras los árboles soplaban un fuerte aire frío y ella se resistía a acercarse a su abrazo, sólo hasta que hubiese pensado ya el tema de su pequeño artículo o la forma de obtener algún fondo para incentivar a los colaboradores quincenales en el diario electrónico que dirigía.

Luego, cuando se sentía feliz, como resultado de sus cavilaciones, lo apretaba en sus brazos. Después le pedía que leyese un poema o le contara cómo iba el taller literario de las calles o las clases del posgrado, y fuesen por una taza de grean tea, si llovía ese martes, terminada la tarde, en cualquier café del centro de la ciudad. Pero al pasar frente a la casa, ella no estaba. Decidió ir a la tienda más lejana. Entró. Pidió cuatro cervezas en lata. Al salir y cruzar la acera, tuvo miedo al escuchar la fricción de las llantas de una panel que se detenía frente a la tienda. Fue sólo un instante de terror. Recobró su tranquilidad al observar que en una de las pequeñas puertas traseras había un cartel con un conejo rosa, quizá la marca de alguna galguería.

La escena lo transportó a la mañana de abril del 84, cuando se dirigía a la escuela con el profesor Enrique Bardales, su padre, y una panel blanca se detuvo frente a ellos. Subieron al profesor al siniestro vehículo y él se quedó llorando en la acera, porque desde hacía mucho sabía ya de los grupos paramilitares sanguinarios y que su padre, ya fuese en la pequeña cátedra de la escuela o en el recinto del jardín de su casa, frente a varios niños, leía con fervor los versos de Roberto Obregón y Mario Payeras. Entonces tuvo varios recuerdos de Gabriela; aquellas extrañas cartas dejadas en el buzón del jardín, que hablaban sobre sus encrucijadas de si dejar la carrera de Letras por alguna ciencia técnica y abandonar a todos aquellos seres extraños de su casa, déspotas, disfrazados de una necia identidad militarista con vasos de ron a diario e insignias, mientras recordaban escenas de la guerra, de bombas Tampela y Galil 197 Modelo Kel decomisadas.

En eso pensaba al ver la panel frente a la tienda. En los fragmentos de su aparente cursilería. En las palabras «te extraño los días que le siguen al martes en la noche, cuando ya no nos vemos. Yo llego a mi casa, busco al azar cualquier libro de cuentos, desempolvo los más viejos. Me distraigo. Pongo música, corrijo algún poema. Pero no puedo evitar sentirme cada vez más lejos. Toda una pelea entre tus recuerdos y esos horrendos folders que, despacio, leo. Voy por una ficha muy extraña; me detengo en las fotografías superpuestas a otras, me resisto a acercarme hasta la Y-190 que señala el final del índice. Tomo un descanso. Bajo a la sala. En aquel momento mi padre, El coronel, se lamenta por aquellos documentos extraídos de los archivos secretos hace un par de meses. Ve a su hija, la saluda, la besa en la mejilla y yo no dejo de pensar en vos ni un solo momento. Les hago un falso gesto de cortesía a los demás de la sala y me largo. Me tumbo en mi cama a pensar en aquella sistematización represiva. En todo, en vos cuando te vas, meditabundo, caminando a tu casa entrada la noche.  Pensando en esta mi osadía de chica de veintitrés años que te ha regalado un libro de Michael Houllebecq y 2666, con una pequeña esperanza para tu tristeza de hombre que ha pasado los días de su juventud esperando ver la luz encendida de la habitación del profesor Bardales, como señal de que ha vuelto».

Siguió caminando a paso lento. Las lámparas del pequeño café de donde le fue entregada la carta se encendieron. La panel volvió a pasar a su lado, despacio, y el conejo rosa se alejó sonriendo doblando en la siguiente calle. Pensó en el mar. Hacía tiempo que no iba al mar. Ya habían concluido las clases del posgrado y los alumnos del taller literario presentarían la siguiente semana el proyecto final. Mientras el sol se perdía detrás de los volcanes, la tarde se tiñó de un rojo triste. Aceleró el paso y entró a su casa. Ya en la sala pensó en lo extraña que le resultaba Gabriela al escribirle cartas. «¡Vaya forma de ser cursi con el pasado!». Siguió bebiendo. Miraba la carta y seguía conteniéndose. Estaba irremediablemente triste. Fue a su cuarto y sacó las demás cartas. Quería volver a leerlas una por una, antes de destapar la nueva, como lo hacía en los días anteriores de tristeza.

«Pero no debés perder la esperanza. Hay personas que confesaron que algunos fueron libres y condicionados de no volver a su casa, de abandonarlo todo, para proteger a su familia. Quizá fue uno de ellos. Lo he escuchado en voz del coronel. Claro que me da asco hablar de su condición, pero no puedo hacer nada más que ser sincera. Aún sigo en el estudio de los folders cuando en realidad quisiera salir corriendo, ir a cualquier lado, a la biblioteca central o al pequeño café que sabe tanto de nosotros. O llamarte a altas horas de la noche como esta en que te escribo y escuchar que me repetís al oído “te debo un cuento, Gabriela,” o estar cerca de vos, escuchar a Espineta, leer cualquier libro. Salir a dar un paseo a la playa y borrar de nuestra memoria los terribles folders manila que he extraído del archivo secreto».

Leía de nuevo las cartas, una por una. Volvió a pensar en el mar. Telefoneó a alguien y en la noche ya estaba cerca del puerto. Llegó. Durmió mal en el motel… Despertó a las siete. Tomó un desayuno ligero, luego se fue a la playa con aquella carta. La mañana empezaba a clarear. Caminó a la orilla de las olas hasta el mediodía. Volvió al motel, y recostado en su cama tocaron a la puerta, su almuerzo había llegado. A las cuatro y media de la tarde salió de nuevo hacia la playa. Gabriela emergía saltando aquellas pequeñas olas. La vio acercarse a su jardín, tranquilamente, con un sobre blanco y echarlo en el buzón rodeado de flores en aquel jardín de la silenciosa avenida de finales de los noventa. «No debés llorar», se decía para sí mismo.

Miraba fijamente la hoja, con letra pequeña y temblorosa. Las olas iban y venían a sus pies.  La voz de Gabriela seguía con aquellas narraciones de la última semana en el pequeño café, y su infusión oriental. «Deme a mí, por favor, té verde o de canela», escuchaba, luego continuaba hablando sobre las hojas amarillas, escritas a máquina, medios días, las largas persecuciones a los frentes, las fosas del cementerio de La Verbena, los códigos de muerte: se fue, entregado… 300…, fotografías, maestros, sindicalistas y lista interminable de palabras. Hasta ver allí, sentado sobre la arena, escuchando el suave sonido de la tarde muriendo en la playa, recordando la última notificación de la revista con un artículo titulado «El Dosier como punta del iceberg», firmado por Gabriela Díaz Herrera.

Entonces abre la carta, mojada por la brisa del mar que se extiende frente a él y por sus lágrimas.  Lee. «Me duele escribir este mísero papel, quizá incluso más que leerlo ahora vos. Sé que no hay comparación. La encrucijada de cartas anteriores nada tenía que ver con la carrera de Letras más que con los terribles folders obtenidos en abril. Pensaba siempre en vos al tomarlos. En aquel niño pequeño de hace años y en el destino fatal del profesor Enrique Bardales y los demás de la lista. Los leía por las noches, tumbada en mi cama. Descubriendo, no los pasajes oscuros de la Historia, sino la historia que ha unido nuestros destinos desde siempre. Todo me dolía, hasta el asco y la desesperación. No podía ser creativa en mi escritura. Por eso te llamaba; buscaba este juego de locos de dejarte los viernes esas cartas teñidas de amor y tristeza. Siempre ibas acompañándome en este recorrido sombrío. Desde tus pequeños poemas y mis locos artículos sobre historia del horror. Mis reuniones semanales. Mis visitas clandestinas al pequeño café, justo días después de haber estado con vos. Y le contaba sobre aquellos pasajes de ejecuciones extrajudiciales del coronel de mi casa. Del se lo llevó Pancho o Libre para contactos. Y me ponía a llorar frente a ella. La última noche llegué decidida a casa; con un hilo de tristeza y de esperanza, pues faltaban solamente cuatro fichas que fui leyendo. Descartando fotos al instante».

El joven lloraba ya tumbado en la arena. «Llegué a la última, es ahora o nunca, Gabriela, me dije a mí misma. Sea lo que sea, es necesario atenuar el dolor, dejarlo, y otras palabras que no quiero recordar. Miro de reojo sin atención la foto de la última ficha. Extrañamente es la única que, en alguna parte, con letra a mano decía Coronel Díaz. Repito para mí: ficha Y-190 y temblorosa la voz hasta que ya no puedo sostenerla, la dejo en la cama. Recorro la vista por cada una de las líneas. Veo su nombre que es también el tuyo: Enrique Bardales (seudónimo: Luis Mijangos). No puedo más. Cansada, triste, resignada con vos a la distancia. Del Y-190, su nombre, bajo lenta la mirada y allí está: Y-190, SE FUE: 300”.

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