Roberto Sosa (Yoro18 de abril de 1930 – Tegucigalpa23 de mayo de 2011).  Autor de varias obras, es un connotado poeta hondureño. Sus libros Los pobres (1969) y Un mundo para todos dividido (1971), fueron los poemarios de mayor repercusión en el mundo de la literatura.

 

El llanto de las cosas

Mamá
se pasó la mayor parte de su existencia
parada en un ladrillo, hecha un nudo,
imaginando
que entraba y salía
por la puerta blanca de una casita,
protegida
por la fraternidad de los animales domésticos.
Pensando
que sus hijos somos
lo que quisimos y no pudimos ser.
Creyendo
que su padre, el carnicero de los ojos goteados
y labios delgados de pies severo, no la golpeó
hasta sacarle sangre, y que su madre, en fin,
le puso con amor, alguna vez, la mano en la cabeza.
Y en su punto supremo, a contragolpe como
desde un espejo,
rogaba a Dios
para que nuestros enemigos cayeran como
gallos apestados.
De golpe, una por una, aquellas amadísimas
imágenes
fueron barridas por hombres sin honor.
Viéndolo bien
todo eso lo entendió esa mujer apartada,
ella
la heredera del viento, a una vela. La que adivinaba
el pensamiento, presentía la frialdad
de las culebras
y hablaba con las rosas, ella, delicado equilibrio
entre
la humana dureza y el llanto de las cosas.

El aire que nos queda

Sobre las salas y ventanas sombreadas de abandono.
Sobre la huida de la primavera, ayer mismo ahogada
en un vaso de agua.
Sobre la viejísima melancolía (tejida
y destejida largamente) hija
de las grandes traiciones hechas a nuestros padres y abuelos:
estamos solos.
Sobre las sensaciones de vacío bajo los pies.
Sobre los pasadizos inclinados que el miedo y la duda edifican.
Sobre la tierra de nadie de la Historia: estamos solos
sin mundo,
desnudo al rojo vivo el barro que nos cubre, estrecho
en sus dos lados el aire que nos queda todavía.

Los pobres

Los pobres son muchos
y por eso
es imposible olvidarlos.
Seguramente
ven
en los amaneceres
múltiples edificios
donde ellos
quisieran habitar con sus hijos.
Pueden
llevar en hombros
el féretro de una estrella.
Pueden
destruir el aire como aves furiosas,
nublar el sol.
Pero desconociendo sus tesoros
entran y salen por espejos de sangre;
caminan y mueren despacio.
Por eso
es imposible olvidarlos.
Dibujo a pulso
A como dé lugar pudren al hombre en vida,
le dibujan a pulso
las amplias palideces de los asesinados
y lo encierran en el infinito.
Por eso
he decidido —dulcemente—
—mortalmente—
construir
con todas mis canciones
un puente interminable hacia la dignidad, para que pasen,
uno por uno,
los hombres humillados de la Tierra.
La muerte otra
Ellos, los enemigos nuestros de cada día,
vendrán inesperadamente.
Tres veces llamarán con firmes golpes. Tengo
el presentimiento del eco duplicado
de sus pasos
calmados.
(Pesan en el ambiente las desgracias, olfateadas
por los perros del barrio, empujados al fondo,
llenos de agua los ojos).
Son ellos, los enviados que se abren brutalmente,
los desiguales
distribuidores
de la muerte inventada que pasan en silencio,
y que un día vendrán.

Mi mujer extrañará los arcos de mis nervios
y mis hijos se inquietarán, enmudecidos,
por la idea de la humedad, y por la suerte
de las aves soledosas paradas en los vértices.
Selección de textos de Gustavo Sánchez Zepeda.

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