Eduardo Blandón

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Fecha de nacimiento: 21 de mayo 1968. Profesor de Filosofía, amante de la literatura, fanático de la tecnología y enamorado del periodismo. Sueño con un país en el que la convivencia sea posible y el desarrollo una realidad que favorezca la felicidad de todos. Tengo la convicción de que este país es hermoso y que los que vivimos en él, con todo, somos afortunados.

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Eduardo Blandón

El ejercicio del poder en algunos es alucinante. Orgásmico por donde se vea.  Basta ver cómo su apropiación cambia a las personas, el tono de su voz, los gestos, la cara, pero sobre todo una especie de mesianismo entre ridículo y dañino.  Las personas con poder suelen ser peligrosas y en principio deberíamos alejarnos de ellas, aunque no sucede así.

No ocurre porque el poder es seductor, expele un aroma que altera la química del cuerpo.  Y no de cualquier forma, sino generando sumisión, inclinando a las personas hacia comportamientos a veces propios de un romántico.  Por ello, quizá, frente al poder adulamos, nos convertirnos en sujetos sin voluntad.  Sí, algo parecido a la enajenación.

Lo viví hace años cuando Álvaro Arzú era presidente, sería 1997. Por azares del destino me tocó estar en Conred en una reunión de esas de emergencia por alguna desgracia nacional: derrumbe, inundaciones, terremoto… ya no recuerdo.  En esa ocasión, el Presidente se reunió deprisa con su equipo de ministros para coordinar la atención a las víctimas.  Y vaya experiencia para un jovenzuelo salido del convento.

El gobernante era todo en ese momento. Los ministros no quitaban su atención del semidios, que, claro, con su voz hacía ver que no cabía el debate.  No había duda que el político pedía incondicionalidad a sus ministros y estos, seducidos, parecían niños frente a papá.  Era un ambiente mágico, litúrgico, lleno de simbolismos, en el que sobresalía la disposición absoluta por hacer la voluntad del líder.

Y no eran ministros de poca monta, descerebrados, analfabetas o sin mundo.  Eran a veces burócratas curtidos, imbuidos en una experiencia opiácea, que no les permitía razonar por el efecto de quien detentaba el poder.  Eran chiquitos adormecidos con el biberón que los tranquilizaba, esperando la orden del abuelito para correr y cumplir sus órdenes.

Muchos años después, vi al mismo Arzú de alcalde y la experiencia fue la misma. Nunca dejó de ser un sujeto rodeado de lambiscones que probablemente lloraron su partida al quedar sin su padre putativo, solos en este universo malvado y llenos de periodistas a quienes pagar o pegar.

Lo que sucede en nuestros días no es distinto.  Los ministros siguen mareados de poder, prendidos de la teta del Estado, incapaces de tomar decisiones propias y mostrarse críticos frente a lo que sucede.  Vemos a una Ministra de Relaciones Exteriores, por ejemplo, con un actuar que la hace aparecer impresentable… y no se da cuenta.  Va de error en error, obnubilada, descerebrada, inconsciente, pero sobre todo con mucha cabeza dura.  Sin saber la gravedad de sus actos.  El narcótico del ejercicio del poder la tiene en trance y de momento no le pasa, aunque un día, quizá, recuperará la sensatez.

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