Luis Fernandez Molina

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Estudios Arquitectura, Universidad de San Carlos. 1971 a 1973. Egresado Universidad Francisco Marroquín, como Licenciado en Ciencias Jurídicas y Sociales (1979). Estudios de Maestría de Derecho Constitucional, Universidad Francisco Marroquín. Bufete Profesional Particular 1980 a la fecha. Magistrado Corte Suprema de Justicia 2004 a 2009, presidente de la Cámara de Amparos. Autor de Manual del Pequeño Contribuyente (1994), y Guía Legal del Empresario (2012) y, entre otros. Columnista del Diario La Hora, de 2001 a la fecha.

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Luis Fernández Molina

Hay días en que todo parece salir bien. Como que en mano tenemos las piezas correctas del rompecabezas. Todo encaja tan acertado que nos hace sospechar ¿dónde está la trampa? ¿cuándo va a aparecer la pieza negra? Pero no, este 17 de agosto parecía que todo marchaba al ritmo de un engranaje de fina relojería. Para empezar, coincidió que el homenaje fuera precisamente el Día de la Bandera. Cual si los elementos lo supieran y quisieran poner de su parte, el cielo desplegó los colores de nuestro lábaro patrio: no estaba totalmente despejado, pero tampoco nublado. Permitían las nubes atisbar el infinito en medio de sus cúmulos y soplaba una suave brisa inquieta, como esperando acariciar la bandera.

El acto comenzó puntual, como deben ser las ceremonias solemnes, como corresponde a los organizadores. Un segundo después de las diez avanzó la comitiva. Marcos, el homenajeado –es escoltado por tres directivos del Banco–. Llevaba el saco rojo ceremonial de los ancianos quichés. No era un disfraz, era una distinción; era perfecta simbiosis entre una indumentaria que honra a la persona y una persona que sabe honrar al traje y lo que éste representa.

Las palabras iniciales de Diego Pulido resumieron la historia de Marcos. Una síntesis comprimida de un muchacho, de un patojito de once años que tuvo que huir de su tierra. Se fue al norte, sin familia, sin hablar inglés, ni siquiera español y pocos años después tiene una empresa digital de alcance internacional.

Seguidamente habló el homenajeado. Empezó con un sincero “¡Guau!” y luego unas palabras en kanjobal que solo habrán entendido los niños de su aldea que habían sido especialmente invitados y hecho el viaje de 17 horas. Allí, en el corazón de nuestro distrito financiero, de nuestra “City”, se mezclaban los colores de nuestra Guatemala cobijados todos por el lienzo bicolor.

El Banco galardona a Marcos Andrés Antil, pero más que a una persona el reconocimiento es a una actitud; a alguien que supo enfrentar tantos elementos negativos y salió adelante en una tierra noble y abierta, pero tierra ajena. Es también un testimonio de esa diversidad de nuestra Guatemala, la que debe complementarse como piezas de un colorido mosaico, como hilos de un rico tejido típico.

Y detrás de los reflectores un gran letrero que parece esconderse; es como un grito sordo que hace eco en todos los oídos. Es el mensaje de que nuestra tierra, tan generosa en tantas cosas parece no ser madre nutricia para sus buenos hijos que tienen que buscar otros horizontes para poder desarrollar sus potenciales. Un mensaje que espero transmitan los representantes de la embajada estadounidense que fueron invitados: que si bien podría haber más de algún indeseable, la abrumadora mayoría de la gente que emigra son personas sanas y trabajadoras. Que es Guatemala la que pierde con esa constante sangría, por no poder canalizar toda esa energía positiva y que no todos tienen la oportunidad (aunque arden en ganas) de retornar a sus raíces para compartir su éxito como lo hace el homenajeado.

Felicitaciones al Banco Industrial por todo lo anterior pero más –y dejo lo mejor de último–por mantener viva esa llama del fervor cívico, de esa llama que parece languidecer, pero que se fortalece con el juramento de esos niños abanderados de escuelas –el futuro promisorio de Guatemala– que en voz alta proclaman su devoción y amor a Guatemala por medio de uno de sus símbolos: la bandera.

PS. Felicitaciones extensivas a la excelente banda del San Sebastián.

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