Por Salazar Ochoa

Estaba atravesando unas de las horas más oscuras de mi vida después de ser encarcelado en un municipio fronterizo de Nicaragua, regresé a ciudad de Guatemala envuelto en una atmósfera cualquier cosa menos gloriosa; las tardes se me hacían irremediablemente largas y tediosas luego de que las autoridades de la Escuela de Historia habían vetado mi excéntrica presencia en sus dominios.

Mi condición de ente marginal no había hecho más que acentuarse en todas las esferas. La música, compañera fiel de mil batallas se había ausentado tristemente de mis días luego de la irreparable pérdida de Soundwave I, un dispositivo MP3 al que cariñosamente bauticé así. Como el suicidio no es una opción, sentí que me era imprescindible encontrar una manera de reconstruirme, un ritual para levantar vuelo y demostrar que podía empezar de nuevo.

Mi propia ceremonia existencial

Todos Santos Cuchumatán siempre ha despertado en mí una curiosidad profunda y desde el primer contacto que tuve con este pueblo (a través de una fotografía de los noventa en donde mi hermano aparece feliz por aquellos lares) sentí la necesidad de visitar el sitio y experimentar en carne propia un primero de noviembre.

Además era el momento oportuno para continuar mis cabalgatas antropológicas a través de los audiovisuales de inmersión, así que decidí hacer un “documental”, Juego de gallos se llama. La idea desde el principio fue conectar con la gente y una vez allí hacer mi propia ceremonia existencial para determinar si tenía o no la capacidad de arriesgarme a morir por el simple gusto de vivir la vida y dotarla de nuevos significados.

Antes de convertirme en un científico social loco y experimentar con humanos (como en el caso de Lester en Chivarreto; crónica de un vergueo anunciado), en aquellos días de Juego de gallos, serví yo mismo como protagonista-conejillo de Indias.

Gracias a una buena amiga hice los contactos necesarios para no quedar en la intemperie y caer fortuitamente en casa de uno de los hombres que más se las puede en el pueblo en lo que a historia y otros menesteres se refiere, hablo de Fortunato Pablo. Tras casi 9 horas de viajar en burra me puse al día con él y le mostré mis cartas, con todo el escepticismo del caso el hombre fue bajando la guardia poco a poco hasta convencerse de que mis intenciones no eran tan oscuras. Quedamos de reunirnos al día siguiente.

Supe que el destino estaba trazado cuando subíamos el camino rumbo a la casa de uno de los sobrinos de Fortunato, quien ese año se convertiría en uno de los jinetes de la familia Pablo. Ahí estábamos minutos después con gente que nunca antes había visto en la vida pero que no habían tenido ningún empacho en abrir la puerta de su madriguera a un solitario desconocido para compartir un estofado y unos poderosos tragos de aguardiente. Fortunato acompañó siempre cada experiencia con nutritivos relatos que explicaban el porqué de cada suceso.

Al calor de los tapis los hombres ayudaban a vestir al jinete y las mujeres preparaban la comida, mientras tanto yo iba documentando la nostalgia que surgía en aquellas conversaciones que mi mente mestiza no podía decodificar pero que de alguna manera comprendía.

La ciudad de Guatemala te intoxica y puede llegar a marchitar el espíritu pero el clima de los Cuchumatanes es sanador y purifica almas, incluso a las más atormentadas. Unas bombas de iglesia anunciaron que mi pandilla adoptiva y yo nos dirigíamos a la mera fiesta en donde los marimbistas no desmayaron ni un instante en una jornada maratónica llena de baile, manjares y libación.

Los clavos son frecuentes entre los más alcoholizados pero la siempre oportuna intervención de los menos hace que estos contratiempos no pasen de ser acontecimientos chuscos. Más de 12 horas continuas de farra no son suficientes para hacer doblar a estos muchachos indomables que aún están sedientos de guaro, diversión y peligro. En un momento de la madrugada coqueteé con la idea de aventarme a la pista de baile y mostrarle a la multitud mis característicos movimientos chuntarescos pero debo confesar que me chivié.

El amanecer anuncia que uno debería irse preparando para la hora definitiva. Las calles están silenciosas y en varios rincones puede apreciarse a los parroquianos caídos que no supieron calcular sus propios límites. Yo guardé las últimas dosis de excentricidad y arrojo que me quedaban para montar un caballo y correr junto a los demás jinetes. Cuando uno recibe golpes contundentes en la vida (así seguiditos) siente que pierde la capacidad de plantarle cara al miedo, sin embargo ahí estaba yo sudando adrenalina arriba de un animal que aunque de plano debía estar algo cansado representaba un verdadero reto para un tipo que jamás en la historia se había subido a un espécimen similar.

Pagué por dos vueltas y el corazón se me salía del pecho, la gente se cagaba de la risa y aplaudía mi “hazaña”, ese día una turista canadiense y yo fuimos los únicos no todosanteros que nos sumamos al Juego de gallos.

Regresé a la ciudad con una sonrisa y un recuerdo imborrable.


Salazar Ochoa (ciudad de Guatemala, 1985). Es editor del Suplemento Cultural del Diario La Hora, un tipo arrogante y sin escrúpulos. Miembro honorario del consejo editorial de la revista digital Barrancópolis.

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