Río de Janeiro
DPA

«Icónicos» es una palabra que puede significar muchas cosas, así que el jefe del olimpismo, Thomas Bach, la eligió bien al hacer balance de unos Juegos de Río de Janeiro que fueron de todo menos perfectos.

Imposible ocultarlo: los problemas fueron algo cotidiano en el megaevento deportivo, que por primera vez en la historia fue organizado en una ciudad de Sudamérica, una ciudad que ofrece imágenes de carta postal, pero que convive a diario con fuertes tensiones sociales y deficiencias estructurales.

«No han sido unos Juegos organizados en una burbuja», dijo el presidente del Comité Olímpico Internacional (COI) un día antes de la clausura. «Fue bueno estar cerca de la realidad y no celebrar unos Juegos aislados del país durante 16 días».

Después de la rigidez perfeccionista de Pekín 2008 y del verano pop de Londres 2012, el COI se dio de bruces con la realidad de un país que es muy diferente al que ganó la elección de la sede en 2009, en pleno auge económico y pujando por meter la cabeza entre las grandes potencias del mundo.

«Con toda esta crisis económica y política, con todos estos escándalos, no es el mejor momento para estar en el foco del mundo», admitió el alcalde de la ciudad, Eduardo Paes, antes del inicio de los Juegos.

Las dificultades financieras obligaron a recortar el presupuesto, y el dinero faltó casi en cada rincón. El Estado de Río pidió un rescate al Gobierno central para afrontar pagos. El metro se terminó casi en el último segundo. La Villa Olímpica se entregó con deficiencias y la Bahía de Guanabara, sede de las competencias de vela, nunca fue descontaminada.

Los Juegos empezaron con problemas. Errores en el sistema de transporte y descoordinación en los accesos al Parque Olímpico provocaron interminables filas que llevaron a que en el primer día de competición quedaran unos 40.000 asientos sin ocupar porque los espectadores no llegaron a tiempo.

La situación mejoró con el paso de los días, pero los huecos en las gradas fueron una constante. Oficialmente se vendieron el 85 por ciento de las entradas, pero el ambiente en algunos eventos, sobre todo en el Estadio Olímpico o en el lejano Deodoro, resultó poco estimulante.

La seguridad fue también un tema candente. Varios participantes fueron asaltados, hubo robos en la Villa Olímpica, un autobús con periodistas fue atacado y un policía murió en un tiroteo en una de las favelas más peligrosas de Río.

Hubo problemas, sí, pero los Juegos se realizaron. Pese al miedo al Zika -del que no se ha reportado hasta el momento ni un solo caso-, pese a la amenaza terrorista, pese a la crisis política y económica, más de 10.000 deportistas compitieron en Río por la gloria olímpica.

El público brasileño fue criticado por sus abucheos futboleros en deportes poco acostumbrados, sobre todo al pertiguista francés Renaud Lavillenie, que terminó incluso llorando en el segundo escalón del podio derrotado por un atleta local.

Pero los fans disfrutaron como nunca en el Maracaná, templo del fútbol más exitoso del mundo, al ver a la selección de Neymar ganar un oro inédito precisamente ante Alemania, en una pequeña revancha del 7-1 del Mundial de 2014.

Brasil obtuvo una gran cosecha de medallas, pero una de las más emotivas fue el oro de la judoca Rafaela Silva, nacida en la famosa favela Ciudad de Dios, víctima del racismo y un signo de esperanza para el Brasil más débil.

En un símbolo se convirtieron también los miembros del equipo de refugiados, que compitieron bajo la bandera del COI y fueron tratados como «estrellas del rock», según palabras de Bach.

Pero los problemas no han acabado para Río. Los Paralímpicos se celebrarán en septiembre, y los pronósticos no son nada halagüeños. Apenas se han vendido entradas y los organizadores han pedido ayuda económica para poder afrontar los gastos operacionales.

En cuatro años, el fuego olímpico prenderá en Tokio. La capital japonesa será sede del evento justo en medio de los Juegos de invierno de Pyeongchang 2018 y Pekín 2022.

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