Carlos Barranco
Periodista y poeta Luciano-veracruzano

Agradeciendo el espacio que me proporciona el Suplemento Cultural de “La Hora” y con el dolor perenne por la desaparición física de Mario Roberto Morales, quiero y debo evocarlo con la alegría y el entusiasmo de su presencia espiritual, que ninguna muerte corporal será capaz de borrar del sentimiento.

Mario Roberto nació en la ciudad de Guatemala sencillamente porque su padre -don Ricardo- tuvo el dinero suficiente y el deseo de que su esposa en el trance del alumbramiento de Mario Roberto, recibiera la mejor atención en un sanatorio privado de la ciudad capital. Fue capitalino legalmente y por “accidente” pero él siempre se sintió y proclamó nativo de Santa Lucía Cotzumalguapa. Fue -y con mucho- el más alto exponente de la literatura de Santa Lucía.

Como es de conocimiento general, la pluma de Mario Roberto era requerida y muy bien cotizada a nivel internacional. Sus escritos igual se publicaban en Guatemala, en Costa Rica, en México o en España. Y era motivo de orgullo para Santa Lucía Cotzumalguapa, que sus artículos se publicaran en “La Insignia” de España, en varios periódicos de la capital mexicana o en “Cotzumalguapa”, una revista sin muchas pretensiones, de nuestro pueblo que, -como muchos niños de Guatemala- murió de inanición.

Por esa razón, en este homenaje que “La Hora” hace a su memoria quise compartir un artículo que Mario Roberto nos permitió publicar en la referida revista el 3 de febrero de 1993, donde expresa con claridad meridiana su nunca desmentido sentimiento de apego al que siempre consideró como su pueblo natal. Este artículo, sencillo, sentido, demuestra fehacientemente el amor de Mario Roberto por Santa Lucía Cotzumalguapa:

“DOS INSTANTES EN SANTA LUCIA COTZ.”

(Mario Roberto Morales)

La cruz de piedra frente a la Iglesia de columnas salomónicas, el amplio atrio donde solíamos jugar a la “desconecta”, prendidos de un pedestal con un foco en la punta que de veras estaba electrizado, y el campanario a donde nos subíamos furtivamente vigilando que Chalío, el sacristán no nos sorprendiera, estaban ahora borrados por el aguacero. Era un domingo por la tarde del año 1990. Un amigo y yo veníamos de Xela en un Jeep climatizado y bajamos a la costa. Le pedí entrar a Santa Lucía Cotzumalguapa, mi pueblo, y hacer un breve recorrido por las calles del centro.

Pasamos frente a la farmacia que fue de mi viejo, la farmacia Moderna, en cuyos muros hubo alguna vez una copa y una serpiente pintadas sobre el fondo azul invariable. Vi hacia adentro y aún las vidrieras y las estanterías eran las mismas de mi niñez, sobre todo una vidriera que yo rompí de un balinazo cuando apunté con mi rifle hacia un camión de helados, fallé y le di al vidrio; mi viejo bajaba en ese momento la gradita junto a la estantería y nunca se explicó por qué aquel vidrio casi le cae en la cabeza (mucho menos que por poco es el balín el que le entra en la frente, je).

Fue 1990 el año en el que vine doce veces a Guatemala desde Costa Rica, tanteando el terreno para venir a vivir de nuevo aquí. Por eso recorrí parte del territorio guatemalteco y, con este amigo del jeep, subimos desde Chiantla hasta el mirador a cinco mil metros de altura y ya nunca me caí de la nube en que andaba porque los Cuchumatanes y la luz de la antigua reproducida por los muros blanquecinos de la Catedral y la visión instantánea de mi pueblo borrado por la lluvia, me hicieron tomar desde entonces la decisión de regresar a mi país. Un año después estaba de vuelta.

En diciembre pasado me asomé a Santa Lucía una noche. Era la noche en la que los ganadores de los Juegos Florales recibían sus premios; me senté entre el público con Mayarí, mi hija y fui invitado a departir con los munícipes y los escritores en una cena que ofrecía el alcalde. Esa noche caminé sólo por el parque, observé despacio los arbotantes de un costado de la iglesia, donde yo solía jugar con una pelota de tenis contra los muros altísimos, coloniales, de aquel edificio junto al que está mi colegio, el cual ahora cambió de nombre. Entonces era el colegio parroquial San Antonio y en el impartían clases monjas de acartonados cucuruchos blancos y túnicas azules y lo dirigía un franciscano del que guardo un recuerdo atemorizado: el padre Cirilo Morisco: los nudos de su cordón blanquísimo caían desde su cintura hasta su pantorrilla sobre su sotana café y dolían en la espalda de los desobedientes.

Caminé por la acera del parque en la que sigue corriendo un muchacho descalzo que siempre ganaba las carreras en las que competíamos, rebasándonos con un zumbido que era el del pie descalzo en contacto con el polvo del piso. Miro hacia adelante y donde ahora hay un parqueo muy amplio visualizo el viejo Salón de Baile, hecho de tablas y pintado de verde limón, donde los sábados por la mañana nos citábamos con la niña de la que me enamoré la primera vez de la vida y a la que perdí por absurda timidez, y donde nos quitábamos los zapatos y sentíamos el polvo del piso y el frescor de la torta de cemento y el despertar del deseo que aún no identificábamos a cabalidad. Y me encaminé hacia la Municipalidad donde ya los comensales estaban departiendo. Allí me encontré a mi amigo de la infancia Poncho Posadas, compañero de juegos y de largas vacaciones cuando yo ya estudiaba en la capital y él venía a mi casa cuando yo bajaba al pueblo. Las caminatas hasta el hipódromo donde yo podía lanzar hacia el cielo las flechas con el inmenso arco que me compró mi viejo e imaginar carreras de caballos y gozar del local solitario para jugar “manos arriba”.

Este año no pude ir a las carreras de caballos. Dicen que el hipódromo está muy cambiado, pero estoy seguro que una vez allí, recordaré la tarde en que el caballo favorito, el seguro ganador, que se llamaba “Kiss me” tomó una curva con mucha apertura, dio con su pecho contra la tabla que marca el límite de la pista, la quebró y le penetró hondo en el cuerpo: recuerdo al jockey volando por el aire y a “Kess me” pataleando boca arriba, con la estaca blanquísima tiñéndose de rojo y el gentío tirándose de las graderías hacia el engramado. A “Kiss me” le hicieron después un monumento allí en el hipódromo donde fue enterrado de pie, como corresponde a un caballo como él.

Esa noche de diciembre, Mayarí y yo nos quedamos en casa de otro buen amigo que, por cierto, andaba por Estados Unidos. Sus hijos nos atendieron como hace la gente firme y sin dobleces, del pueblo: con sencillez y sinceridad. ¿Quién podría pedir más? Ah, mi pueblo… debo visitarlo despacio, con calma, recobrar amistades, recobrarme a mí mismo y hacer algo por él, en retribución de lo que él ha hecho por mi y por estos recuerdos…

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