Nicté Serra Escritora

Sobre la tabla reposan tres bombas aún vestidas de tuza. Algunos les llaman tamal blanco, el primer nombre que conocimos fue tamal de viaje. Las rebano en discos. Las combino con una salsa de vino y tres quesos, también con loroco. Una capa de tamal, otra de salsa, encima loroco, una más de tamal. Sobre la última, queso rallado y nuez moscada. Su consistencia y sabor autóctono son perfectos para el gratinado. Una celebración de nuestra condición mestiza. Pero antes de cubrirlas de Viejo Continente, muerdo una rebanada. Aún está tibia. Como beso, su sabor me enciende. Cierro los ojos y resbalo por un tobogán de recuerdos.

Los caminos eran de terracería, donde hoy hay colonias había monte. Naranjales y huisquilares que parecían iglús, parcelitas de milpa, por supuesto, tareas de leña apiladas en las veredas. Así era el Mixco rural de mi infancia, nuestro hogar. Un lugar en el que, para atizar el fuego de nuestro miedo, todos los días se hablaba de La Llorona. Anda por ahí, decía la Nana Juana. Se le ahogó el hijo. Para los locales, La Llorona era tan mizqueña como los chicharrones y el chocolate que mi abuela guardaba en una bombonera sobre la cumbre más alta de su trinchante. Táctica desesperada para que los nietos no nos hiciéramos con él antes de que llegara al fogón.

En aquel sitio color girasol, el tiempo parecía enredarse. La basura era recogida en carretas tiradas por mulas, la leche, recién ordeñada, llegaba en botellitas de vidrio. Más de una vez encontramos piedras de obsidiana. Habían sido desenterradas por lluvias recias. Se supone que eran cuchillos de antepasados, herramientas mayas. También asomaron un par de pequeños ídolos de barro que mi papá colocó junto a sus vasijas precolombinas, regalos que el pasado brindaba con manos de tierra eterna.

El lenguaje era otro, no utilizábamos la palabra ancestros. Mixco guardaba un pasado subterráneo que entrelazaba sus dedos con aquel presente de los años 70, tan siglo XX. De la tierra surgían cuchillos anteriores a las carabelas, de la misma tierra se alimentaba la milpa de los guardianes. Porque era de los guardianes de las granjas que habitábamos, de Félix el tío de Juana, o de Manuel, su padre. Aquel maíz nutrido por la historia de la tierra se transformaba en comida para todos.

Ver a las mujeres con canastos enormes sobre la cabeza era un espectáculo. Descalzas, se contoneaban cuello abajo con particular cadencia, como bailarinas. Su botín humeante permanecía intacto, paralelo con el cielo. Los perrajes que abrigaban muñecos de tortillas dentro de los canastos eran una explosión de color. Eran vida y fuego.

A veces las íbamos a traer. Y eso era grandioso. Juana, con mi hermana cargada en un brazo y con el otro tomándome de la mano, nos llevaba a su casa a traer las tortillas. Bajábamos un camino de tierra, cruzábamos otro hacia la derecha, subíamos una lomita salpicada de margaritas silvestres y entrábamos.

De los lugares hermosos, jamás se olvidan las primeras visitas. Era un terrenito dibujado por alambre espigado y troncos. Había dos habitaciones separadas, una frente a otra, construidas con adobe. Las unía un techo de lámina. Al fondo, dos pinos. En ese lugar de cuento, siendo un par de chiquititas, conocimos el comal, imponente, mágico, en el centro de todo. María, madre de Juana, con su falda inmensa y una trenza gruesa cruzando su espalda, torteaba como si tocara pandereta. El sonido era una fascinación. Con pericia convertía pelotitas de masa en tortillas. Perfectas, aromáticas, exquisitas.

María saca una del comal. Coloca en su corazón unos granitos de sal. La enrolla como si fuera barquillo. Con el encanto de su sonrisa desdentada me la entrega. Cuidado, nena, está caliente.

Y la muerdo. Tampoco se olvida la primera tortilla al pie del comal.

La cocina era también dormitorio, al fondo había un catre con poncho. Contra la pared reposaban varias tareas de leña, sobre ellas, un cuadro de Jesús crucificado. En el piso de tierra pululaban gallinas y gallinitas, un gallo y algunos pollitos.  Pocos paseos eran tan esperados como la recogida de las tortillas.

De la milpa de Manuel al molino al comal o a la olla, pronto aprendimos que las tortillas eran apenas el principio. Aquel maíz se transformaba en los chuchitos de las posadas, en los tamalitos de elote que comíamos bañados en crema y azúcar, en los tamales de la Navidad.  El atol que traíamos del vecino San Lucas también nacía en una parcela de milpa.

Desde el principio del principio, somos un pueblo de maíz. Siempre lo seremos.

No sé qué fue de Juana y su familia. Su recuerdo vive en las tortillas, también en la leyenda de La Llorona. Su recuerdo habita nuestra historia primera.

Donde quedaba aquella casita con olor a leña ahora hay un condominio. El camino viejo quedó bajo asfalto. En la esquina hay un semáforo y enfrente un centrito comercial. El otrora ritmo apacible se llenó de carros y bulla.

Nuestra vida en Mixco fue interrumpida de forma violenta por la muerte. Terminó demasiado pronto. Sin embargo, mi familia paterna aún vive ahí. En una nueva dimensión, urbana, propia del siglo XXI. Visitarlos es volver a las entrañas mismas de nuestro origen.

El horno obra maravillas con la fusión. El tamal de viaje es majestad, la salsa, súbdita, le rinde pleitesía.

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