Álvaro Montenegro
Escritor

En la Colonia Roma les colocan los nombres de ciudades mexicanas, pero en Polanco invocan nombres de escritores, como Platón y Edgar Allan Poe. En Condesa, por ejemplo, está la Calle Ámsterdam. Es de las más hermosas de la ciudad de México, no solo por el arriate flanqueado de jardines a los lados, sino porque caminar se vuelve un delirio verde que lo traslada a uno, en cierto modo, a la capital holandesa. Recuerdo los paseos a la orilla de esos canales y el olor a marihuana en lugar del smog.

Pienso en la Sinagoga holandesa que visitamos en Ámsterdam -de las pocas que no se quemaron en la Segunda Guerra Mundial- pues fui al museo de la Memoria y la Tolerancia acá en México donde exploran los crímenes contra la humanidad y noté en un espacio relevante el genocidio guatemalteco. En partes del museo se muestran detalles tétricos como monedas que solo se usaban en los guetos judíos durante el Holocausto. La sensación de tormento en un punto me abrumó: las réplicas de los vagones que conducían a las cámaras de gas, los afiches de propaganda nazi donde plantean que cuidar a ancianos y enfermos es un gasto innecesario… Las imágenes, videos. La cruda y despiadada condición humana justificada, encima, filosóficamente.

Al final me salté los últimos salones y pasé por una bajada donde está pintado un mural apabullante de la entrada nevada al campo de concentración Auschwitz. Se me meten en la cabeza estas ideas angustiosas mientras sigo en la Ámsterdam mexicana que se luce con tiendas, centros culturales y restaurantes elegantes, paredes de piedra y el camellón central, angosto, por donde pasan deportistas trotando, parejas o solitarios como yo. La Condesa es una colonia acomodada, tranquila, con calles a la europea, en medio del mapa de lo que antes fue el Distrito Federal, ahora llamo a secas CDMX, como metáfora de la época de ahorro de letras.

En este sector, los autos le dan vía al peatón y por partes hay ciclovías. Saliendo de un tramo de la Ámsterdam -que es un óvalo infinito alrededor del Parque México, que era un hipódromo a principios del Siglo XX- siento un chiflón que me levanta la cara. Este tipo de aires hacen que uno se perciba libre, como que el viento atravesara demoliendo las partículas internas de la piel y del hígado, deshaciendo las preocupaciones mundanas y uno soltándose ante la existencia.

El viento así de penetrante lo he experimentado en momentos determinados. Como cuando caminé frente al helado mar en Montevideo y me senté con la espalda recostada en un borde de piedra que marcaba el inicio de la playa, pues al otro lado empezaba la calle. Mis piernas puestas sobre la arena, mientras me arrullaba el aire helado del mar del sur, con un libro de Bioy Casares sobre el amor y las historias burguesas que usualmente relata.

También tuve esa sensación en La Concha en Donosti (o San Sebastián), esa ciudad vasca de la que se enamoró mi hermana y donde caminamos con ella en un amanecer sobre el malecón que da a la vasta arena blanca que se explaya debajo de rocas montañosas. En una de ellas se encuentra hasta arriba el famoso Peine de los Vientos, que es una escultura de metal corroído que se asemeja a unos garfios rectangulares que simbolizan un peine. La leyenda cuenta que San Sebastián es tan hermosa que el viento debe peinarse para poder entrar.

Y el tercer lugar que me condujo a una epifanía similar con el aire fue en Cartagena. Ahí los ventarrones patean las puertas de las construcciones frente al mar. Hasta les colocan trabas con tablones de madera para evitar que se quiebren las ventanas y las puertas de vidrio. Al andar por la calle frente al océano caribeño surge una sensación inexplicable como que los dioses marítimos nos atraparan sin soltarnos en un chiflón arremolinado que nos levanta.

Pienso ahora, sobre la Ámsterdam, en esos momentos y los vinculo al viento que me sigue golpeando en estas calles ya con poca luz. Mis zapatos pisan una acera decente y amplia, cuestión que para los centroamericanos es un lujo de los ambientes residenciales que intentan imitar las avenidas de Miami. Acá es un ambiente bohemio y silencioso a estas horas. Se escuchan los pedaleos de las bicicletas.

Es mi calle preferida de la ciudad y la recorro las veces que puedo. A veces solo camino y camino hasta que, al cabo de las horas, paso por los mismos lugares. Es un círculo y parecería un samsara positivo en el cual uno se preguntaría para qué salir. ¿A quién no le gusta la ciudad de Ámsterdam? Creo que a mi madre le espantó un poco la fumadera de marihuana que había en los sectores cercanos al Red Light pero en general validó que parece un parque perfecto.

Sé que siempre idolatramos ciudades occidentales que han sido capitales de imperios, pero nadie niega que Ámsterdam es brillante, pacífica e ideal para andar. Ahí he convivido con un ambiente fresco y con calma en medio de los torrentes de ciclistas que avanzan entre los cientos de cruces, puentes de piedra y los barcos perdiéndose uno tras otro en las orillas de los canales.

Los botes de madera parecen de películas para niños, donde hay un capitán que fuma pipa con un sombrero azul mientras lleva a pasear a los chiquilines. Otros barcos lucen más lujosos, hay lanchitas pequeñas y despintadas. Gente vive en el agua, en su casa flotante que no se va a navegar nunca, y todos los días salen del barco a la calle para ir a trabajar. Entré a museos amplios que muestran la época de oro holandesa que se da a consecuencia de la sangrienta colonización. Así se demuestra la dualidad de la riqueza que siempre se extrae de algún lugar. Nada es gratis. Los países colonizados quedan pudriéndose en el tercer mundo, vacíos de minerales.

Las industrias de diamantes son parte de una bonanza reflejada en las casas angostas y altas en una de las ciudades más caminables y bicicleteables del mundo, características que se lucen también en la avenida del mismo nombre en la ciudad de México. Camino pensando en esto acompañado paralelamente por los árboles, en curvas, hasta llegar a la fuente del Ojo de Agua, paso por el café coqueto Matisse, por el restaurante Milos, por unas rotondas en donde se cruzan los ciclistas y aparecen rótulos que rezan: “inhala, exhala”.

Hay lugares artísticos, ventas de zapatos rebuscados, galerías que exhiben esculturas, centros de diseño, más cafés, restaurantes de comida vegana… paseo por ahí con audífonos puestos mientras me rebasan personas corriendo, muchos perritos, unos con correa y otros sueltos. Me imagino sentado en las mesas de los cafés que están afuera, en las aceras. Veo que esto tampoco es reflejo enteramente de la ciudad de México pero es lindo, oculta una realidad más tenebrosa, escondida más allá de esta avenida con árboles en medio.

Pero como en la capital holandesa y en el resto de los viajes turísticos, uno se adentra acariciando la estética para refugiarse de la mugre implícita en los trasfondos, en las alcantarillas que no vemos, que son cómodamente invisibles. La Ciudad de México está más allá de este círculo, allá donde, al igual que en Guatemala, matan a las mujeres y hay corrupción y miedo. La pacífica realidad holandesa esconde el origen del oro así como las vidas de quienes residen en los despellejados países africanos. Me quedo, por el momento, en esta avenida para respirar la frescura lejos de los desasosiegos e intranquilidades.

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