Giovany Emanuel Coxolcá Tohom
Escritor

Los coyotes de la infancia no dejan de aullar, la desesperación en el desierto, los muertos a orillas del río Bravo, grande como la desesperanza. No tienes derecho a ver atrás, para convertirte en estatua de sal y desvanecerte bajo la lluvia hasta volver al mar. Aquí, las aguas turbias llegan a tus pies, la arena se te acumula en el pecho y te es imposible respirar, pero aún no es tu tiempo. No has llegado al otro lado de la frontera. Quizá mañana estés sentado frente a una cerveza, confirmando la primera remesa envidada por Western Union, y tus seres queridos, porque verdaderamente los quieres, enciendan una veladora para que los astros te iluminen el camino.

Con el tiempo, aprendes a vivir de recuerdos, la marimba al fondo de una cantina, las botellas vacías, las botas de hule, la lluvia de regreso a casa y los domingos de camino al río Madre Vieja te llegan como derrumbes provocados por el invierno, pero al sepultarte, echas raíces en este país de ilusiones rotas. No sabes cuándo volverás a casa y quizá no quieras volver. Después de sobrevivirle a la persecución de los narcos, a la furia del río y el desierto, te es imposible renunciar al trabajo, al techo, al plato de comida y a las cajas de cervezas.

Tras varias botellas, mientras suena la canción de la cantina de paredes resquebrajadas en tu incierto país, tomas el teléfono y hablas con quien alguna vez te emborrachaste hasta quedar derribados en los caminos encharcados de la aldea.

—¡Aló! Primo, te habla el primo.
—¿Qué hay primo?
—¿Qué haces, wey?
—Ordeno mis libros, ¿y de tu lado qué tal?
—Pues, aquí nomás, echándome unas chelas. ¿Te acuerdas cuando éramos chamacos, wey?
—Sí, me acuerdo y vos no hablabas como mexicano.
—¿A poco odias a los mexicanos, cabrón?
—No. Me caen bien, porque viven goleando a los imbéciles de la selección nacional y porque algunos mexicanos han sido de amistad cabal conmigo.
—¡Oh! Sí. Oye, primo, pero no te llamo para eso. Te llamo para pedirte que escribas nuestras vivencias de chamacos, cuando íbamos al río y regresábamos con una carga de leña y contábamos las historias del tío conejo y el tío coyote. Éramos la mera neta. Escribe de nuestras aventuras en las cantinas, wey. Cuando vuelva, compraré caballos para ir al río a tomar cerveza. No te agüites.
—Han pasado muchos años y de esas historias apenas me quedan retazos, primo. No sabría por dónde empezar. Además, ahora cuando decimos «coyote», pensamos en quienes han abandonado a nuestros paisanos en el desierto. Si le sobrevivimos a la pandemia, sería bueno volver al río, primo.
—A esos coyotes hay que bajarlos a plomazos. Varios de ellos me las deben y cuando vuelva me los voy a chingar. Han dejado a muchos paisas sin su jacal y nos obligan a pasar caca a este lado del charco. La pandemia no nos va a matar y si nos mata, de todas formas iremos al río. No seas mamón. ¿A poco los escritores hablan de la muerte, pero se esconden bajo la cama cuando la sienten cerca?
—No, primo, no es miedo, es prudencia.
—¡Chinga a tu madre, primo!, con el perdón de mi tía, que en paz descanse. Habla de nosotros. La pandemia se ha llevado a muchos, pero, ¿a poco ya olvidaste quién se llevó a tu viejita?, la puta diabetes, cabrón, ¿a poco ya olvidaste quién se llevó a mi viejito?, el puto veneno, cabrón, y ¿las primas que murieron de hambre, quién lamenta su muerte? ¡La pandemia! Siempre estamos muriendo, primo. No nos falles y escribe algo bien chido, man. ¿A poco ya olvidaste que, apenas un mes antes de que nos cayera esta pandemia de su chingada madre, el pendejo de tu cuñado se suicidó? Y allí estuvieron tus sobrinitas, llora y llora. Luego una de ellas se quedó dormida en tus brazos. Me lo contó mi viejita, wey.
—Mi amigo Rómulo Mar, y el equipo de Letras en Directo, me invitaron a participar en una lectura de pandemia. Debo leer algo escrito en estos meses. No sé, tal vez haga lo que me estás pidiendo y lo lea.
—No sé quiénes son esos weyes, pero, ¡allí está!, No lo pienses más. Además, me lo debes desde hace años. Solo no agregues mi nombre. No quiero que digan, cuando pasen frente a mi tumba, «Aquí están los restos de Rafael Morales, un gran bolo». Tú sabes cómo es la gente, te ve quince días tirado en la cuneta y dice «ya no tiene remedio».

Pero, a quien le pides escribir acerca de tu infancia y reescribir las historias del tío conejo y el tío coyote ya no puede volver al recuerdo. Hay demasiados barrancos en el camino y llega a cualquier parte, menos a donde alguna vez estuvieron. «¡Tío coyote, culo quemado, costillas quebradas!», te llega un eco desde lontananza, y después de varias cervezas, la luna en las historias te aviva el pasado; los hechos, sin embargo, te llegan de otro modo, como si por primera vez estuvieran ocurriendo. Aquel bosque era infinito antes de la palma africana, con un río caudaloso que, después, Florentino Pérez hizo suyo; y, aunque dos viejos conocidos se reencuentren frente a ti, los árboles de este lado tienen las ramas secas y el tronco agrietado, sin la opción del retoño. El tío coyote se apoya en un improvisado bastón; el tío conejo lleva un morral con un tecomate de agua, una onda, una brújula y una navaja. Ambos usan guaraches viejos y sombrero roto de petate.  Se ven a los ojos y hablan a través de ti:
—Tío conejo, ¿dónde estuviste todos estos años?

Nunca se fue, los años únicamente a ti te consumen, como los incendios a los árboles envejecidos y, con ellos, a los sueños colgados de ramas secas.
—Hola, tío coyote.  He estado lejos, buscando algo rico para comer y compartirlo contigo. Sabía que algún día nos volveríamos a encontrar.

En ese conejo están quienes quisieran volver a encontrarse con el coyote que los dejó sin techo y endeudados.
—¿Te acuerdas cuando me dijiste que me acabara el agua del río para llegar al gran queso?

¿Acaso él no les hizo beber a ustedes de la angustia? «O hay más plata o mando a jalar del pelo a sus hijas».
—Sí, cómo olvidarlo.

Porque en este mundo no están hechos a la medida del olvido y el perdón.
—Pues, no había queso, era el reflejo de la luna.

Tampoco del otro lado los esperaba jale. Hay quienes terminaron sus días en la cárcel. Claro que no había queso, solo unas tercas ganas de cobrarte las veces que llegarías, multiplicado en sicarios, a exigir los intereses de las deudas.
—Ahora entiendo por qué nunca pude llegar al queso. No lo sabía.

Y, aun sabiéndolo, era mejor dejarte frente al río, ya que la sangre no te sería suficiente.
—¿Has sabido algo del dueño del huerto en donde tantas veces me engañaste?

Lo preguntas como su no supieras quién lo expulsó del hogar, a él y a miles.
—Hipotecó sus terrenos para poder pagarle al coyote. Estando en los Estados Unidos le encontró gusto a la coca y su familia jamás volvió a saber de él. El banco embargó la propiedad y ahora, en vez de zanahoria, lechuga y tomate, están las oficinas de la hidroeléctrica y a sus alrededores ya solo hay tierra triste.

No preguntes por tus víctimas.
—Aún recuerdo cuando me dejaste encerrado en la jaula.  Dijiste que me darían pollo.  Esa vez me metieron un asador en el culo. «Mija, qué grande se puso el conejo», dijeron.

Y por eso te fue imposible evitar el ardor en el ano cada vez que enterrabas la cara de las migrantes bajo la noche.
—Tío coyote, cuando estuve encerrado jamás me faltó una porción de pollo. Acepta mis disculpas, por todo lo malo que te hice pasar: nunca tuve la intención de burlarme de ti ni de hacerte daño.

Los machetazos y los balazos como el único perdón posible.
—Está bien, tío conejo, es tiempo de hacer las paces. Qué venga ese apretón de mano y ese abrazo.

Tus manos y la tristeza de sexos desangrados.
—Tío coyote, organicé una fiesta para ti. Ya vuelvo, voy por un par de cervezas.

Y no lo esperes, como lo hicieron ellos, mientras morían de hambre, de frío o torturados, porque sus familiares no pudieron reunir los dólares para la extorción.
—Gracias, tío conejo.

Así seguirán buscándose, hasta al fin del mundo.

El tío conejo abandona el bosque de escasos árboles, minutos después, siete perros bravos rodean al coyote. Tú quisieras apuntarle con un rifle de doble cañón y sentenciar:
—Al fin te encuentro, coyote, hijo de la gran puta.

Y estas últimas diez palabras resuenan a lo largo de miles de kilómetros, hasta llegar a tu cerveza.

Cuando el tío coyote es desmembrado por los perros, escucha tu voz, lejana:
—¡Adiós, tío coyote!, ¡que no te desgarren el corazón! Estás muriendo y algo de ti se ha perdido para siempre en las veces que pronunciaron tu nombre, para favorecer al jodido y astuto conejo, algo de ti se ha perdido entre las cifras de migrantes desaparecidos, tus padres te gritan desde el recuerdo, tienes noticias de la corrupción en tu despreciable país, en una gota de cerveza encuentras el nombre de tu aldea, para siempre innombrable, el nombre de tus compatriotas, perdidos en el desierto o apuñalados por otros migrantes, vuelves a repetir la canción, alguna vez al tío conejo le pusiste un par de botas de acero para patearle en los huevos al tío coyote, no puedes evitar pensar en los coyotes del desierto, de camino al Norte venían tres paisanas a tu lado: «Ahí se las encargamos», te pidieron sus padres, quizá una de ellas fue tu primer amor en los años de la primaria, la otra te compartía de su refacción y, la tercera, apenas dejaba de ser niña, pero cuando el coyote se desabrochó el cinturón, después de ponerlas bocabajo, no tuvo compasión por tus recuerdos y te quedaste con la ira en la garganta, pensando «los coyotes deberían ser pateados en las ingles o desmembrados», y vuelves a la cantina de la aldea, imposible de nombrar.

Un 29 de septiembre, ya hace más de una década, tú y quien te escucha al otro lado del teléfono, después de una semana de borrachera, se encaminan al barranco de Panalachaj para quitarse la vida. En secreto, decides suicidarte el mismo día que tu padre lo hizo, catorce años atrás. Después de varios días de guaro, por falta de dinero, uno debe saltar de mesa en mesa para encontrarse con una botella descuidada o con alguien dispuesto a compartir de su trago. Pero esa noche únicamente se encuentran con un grupo de rockeros foráneos, nietos del fascismo, con quienes tienen diferencias insalvables. Sin tantas discusiones llegan a los golpes, hasta que uno de ellos vacía dos tolvas al aire.

De camino al barranco hablan de su infancia:
—¿Te acordás cuando íbamos al río a traer leña y regresábamos a la casa, comiendo mierda?
—Sí.
—La vida era una mierda y nada ha cambiado, pero, qué pisados. Ya vamos a terminar con esto.
—Sí, ha terminado nuestro tiempo.
Al llegar al barranco, recuerdan a quienes se les han adelantado. Más de veinte paisanos en menos de cinco años. La orilla parece cortada a noventa grados, de un machetazo. Sin embargo, los aullidos del viento, generoso coyote, les hacen dar un paso atrás.
—Hoy no es el día, primo. No es bueno dejar asuntos pendientes en la tierra. Tengo la ilusión de irme pal Norte. Mi carnal dejó de chupar durante un año y ha juntado diez mil dólares para pagarle a un puto coyote.
—¿Qué hacemos, entonces?
—Vayamos a esperar el amanecer al río. Y más tarde vemos dónde nos quitamos la sed.
De niños su alegría era llegar al río, siempre era llegar por primera vez, saltar las piedras y tratar de llegar a sus orígenes, hasta que el miedo les hacía retroceder, corriendo, a donde el tío (padre de quien finalmente decidió escribir estas líneas) se encontraba buscando leña y ocote, al pie de árboles eternos.
Antes de quedar desplomado entre botellas de cerveza, sin terminar la llamada y con tus cuentas en las redes sociales abiertas, vuelves a caminar a orillas del río Bravo o del río Madre Vieja. No sabes si el coyote frente a ti es el de las historias de la infancia, el del viento o el de la infamia. De pronto, el primo camina junto a ti, buscando llegar hasta donde nace el río. Pasan varias horas en el agua, antes de almorzar y emprender el regreso a casa, con una carga de leña. Del río a la casa hay muchos kilómetros, con dos cuestas que deben ser escaladas, sin descanso, para que el peso de la carga no les baje a las rodillas y luego los lleve al fondo de la tierra, porque allí sí, ¡ya se jodieron!

PRESENTACIÓN

El fenómeno migratorio es un drama que afecta a nuestra sociedad.  Obligados a dejar el país por diversas razones (fundamentalmente económicas y políticas), los guatemaltecos sufren la separación de sus seres queridos para aventurarse en busca de mejores condiciones.  De esa cuenta, los hogares escindidos luchan por sobrellevar una experiencia que marcará para siempre sus vidas.

Con la “Balada del tío conejo y el tío coyote”, Giovany Emanuel Coxolcá Tohom, se aproxima a la realidad migratoria en busca de claves comprensivas de un acontecimiento cotidiano en las comunidades.  El texto no solo interpreta racionalmente esos hechos, sino que acerca al dolor de sus protagonistas permitiendo el acceso al drama emocional de los que lo viven.

Al tiempo que recomendamos el artículo anterior, ofrecemos a usted la segunda parte del estudio especializado que Mario Roberto Morales realiza a la obra de Miguel Ángel Asturias, “El Señor Presidente”.  El análisis crítico de Mario Roberto es portador de posibilidades nuevas de comprensión que no puede sino enriquecer la lectura del laureado escritor nacional.

Desde ya, deseamos que disfrute el contenido de la edición preparada para usted.  Queremos acompañarlo en este tiempo de prueba y ser un medio por el que pueda sentir la vida a través de la creación de nuestros intelectuales.  Mucho ánimo y hasta la próxima.

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