Hugo Amador Us
Escritor

La Avenida Simeón Cañas luce muy concurrida esa mañana de domingo. Algunas personas van solas, otros en parejas, algunas otras en grupos; se ven muchas familias. Es el día que aprovechan para caminar o correr en esa avenida que la Municipalidad bloquea para el uso recreativo de los peatones. Ana es una de las que rara vez ha faltado un domingo para correr. Esta vez ha empezado su ejercicio del lado de un colegio abandonado del cual sólo se conserva un rótulo gastado por la lluvia y el sol. Mientras trota, empieza a observar a los perros cuyos amos han llevado a pasear. No es que le gusten al punto de tener uno como mascota. Su hermano menor tuvo uno, cuando eran niños, pero el recuerdo que más le quedó de ese tiempo fue cuando su madre les pedía recoger la caca que el perrito hacía casi en cualquier lugar de la casa. Menos mal que era un perro mediano, uno más de aspecto callejero con algún ancestro de labrador o acaso de golden retriever.

A Ana siempre la pareció una injusticia eso de recoger caca de mascota ajena y ese recuerdo hacía que alejara la idea de, algún día, tener uno. Justo ahora, que va pasando frente al hospital ve, como un muchacho, sin ningún disimulo, espera que su perrito (¿un bulldog francés tal vez?) descargue tranquilamente sobre la grama. Ella, con gesto de desagrado voltea a ver para otro lado: ya reconoció a la habitual pareja de mediana edad que lleva, no sin cierto aire de presunción, a un collie de apariencia bobalicona. El perro se inquieta al ver venir en dirección a él a unos muchachos en bicicleta liderados por uno que hace piruetas (por ratos conduce a manos libres, o se pasa de un lado a otro de la bicicleta sin perder el equilibrio). Ciertamente no es que le gustaría tener un perro; en cambio, verlos era cosa distinta.

Ana siente que su cuerpo empieza a entrar en calor, pero sabe que aún no es el momento de acelerar el paso. Ahora, una familia trae tras de sí a unos chihuahuas vestidos con unos chalequitos de lana (pobres, piensa, con este calor que hace). No es que tuviera algo contra esos perritos diminutos que hasta un gato los asustaría, pero Ana esperaba, digamos, más variedad. Además, les encontraba un cierto parecido a murciélagos solo que sin alas y apenas pensarlo le daba entre asco y miedo. Sin embargo, le causaba tanta gracia ver como caminaban lo más deprisa posible, casi bailando, con tal de ir al paso de su amo o ama. Estos eran los más comunes de ver en el paseo dominical. De pronto, Ana casi grita del espanto al ver a un niño en patines que casi pierde el control y por poco aplasta a uno de los chihuahuas. El incidente no pasó a más, aunque el niño no se fue libre de improperios del grupo que llevaba a los perros.

Ella va llegando al extremo de la avenida. Justo antes de cruzar, ve un par de labradores llevados por una pareja joven; acaso recién casados. La mayoría de los labradores que se miraban en el paseo eran de color negro, aunque había unos cuantos de un café medio achocolatado que a Ana le gustaban. Le llamaban la atención por su fama de inteligentes. Esta vez sí siente que su cuerpo está más acelerado; observa su reloj: lleva treinta minutos. El sol ya se siente fuerte y la sombra de los árboles ofrecen apenas cierta frescura. Sorbe un poco de agua de su pachón. Ha finalizado la primera vuelta y no deja de llamarle la atención una señora con una muchacha que más que pasear parecen llevar a la fuerza a un perro, un cooker spaniel inglés, puede reconocer ella, ya envejecido. Piensa que, en caso tuviera que escoger, le hubiera gustado tener uno de esos.

Otros que empezaron a abundar eran los dálmatas, al punto que a Ana le pareció casi como una plaga o una moda. No le parecían feos, pero si ya le parecían del montón. Igual de frecuentes empezaron ser también los frenchs, incluyendo los minis. Esos le provocaban a Ana un nerviosismo, solo superado quizá por el de los chihuahuas. Está en estas cavilaciones que no se da cuenta que ha llegado a la altura del vendedor de granizadas que ya está con una clientela agolpada, tratando cada uno de pedir primero. Poco después, un par de novios, ajenos a todo, se entregan a los besos, sentados en una de las bancas. Un par de señoras, acaso regresando de la misa recién finalizada, pasan cerca y se intercambian miradas de escándalo.

Por poco pierde el ritmo al ver (¡vaya sorpresa!) a un gran danés, bien cuidado, llevado por su dueño quien se ve haciendo grandes esfuerzos para evitar que su cuerpo delgado sea arrastrado por ese can más emparentado a los equinos que a los perros. De todos los domingos que recordaba haber ido, quizá un par de veces había visto a este tipo de perro. Elegante, sobrio, seguro, inmutable. Pertenecía al grupo que ella consideraba lo más selecto del género canino: los huskies siberianos, los san bernardo, los golden retriever y los shar pei. Está apreciando al gran danés cuando éste por poco se pasa llevando a un par de chihuahuas (¡otra vez! piensa ella) entre las patas. Mientras se aleja le llegan ecos de una discusión que va subiendo de temperatura entre los dueños.

Más adelante Ana ve venir a tres perros (un pitbull y dos rotweiller); es de los que ella llama del grupo de los diabólicos. Lo que más le escandalizaba a ella era que los dueños (eso sí, era rarísimo ver a una mujer con uno de esos) los paseaban, más que con libertad, con un descuido casi estúpido. Nunca, que recordara, había visto tan solo un pitbull con bozal. Después de éstos, le seguían, en su escala del terror, los bulldogs, los boxers, los bulterriers, los pastores alemanes y los dóbérmanes. A estos por nada del mundo los hubiera aceptado ni por que se los regalaran. Al recordar una de las últimas noticias trágicas donde un pitbull había matado a una pequeña niña, que no pudo ser salvada a tiempo por su padre, Ana se aleja instintivamente unos metros prudenciales del trayecto que traen los temidos perros. Mira su reloj y se sorprende al ver que esta vez, como si nada, haya corrido hora y media. Entonces decide bajar la velocidad mientras se va acercando al punto donde había iniciado el ejercicio. Esta vez siente que ha sudado más; su corazón late con tanta fuerza que le parece oír el pum pum que sale por dentro. Esta vez da un largo trago al pachón de agua.

Antes de irse a casa quiere hacer una última inspección de rutina sobre el género humano mientras mueve la cabeza al ritmo de la música que escucha en sus audífonos. A algunos metros de ella puede distinguir al señor de una panelviejita, de color ya indescifrable, atestada de bicicletas usadas de todos los tamaños y estilos que lleva para alquilar. Desde que ella empezó a frecuentar el lugar, hacía ya unos cinco años, el señor de las bicicletas ya llegaba por ahí. Siempre instalándose por el lado del hospital ubicado del lado derecho de la avenida en dirección norte a sur. Luego, reconocía a los paseantes consumados, esos que nunca veía faltar los domingos, al menos a la hora que ella acostumbraba a llegar, entre diez y once de la mañana. La mayoría llegaban solo por el motivo aparente de caminar, sin ninguna pretensión atlética, tal vez de matar de una manera gratis la mañana de domingo.

Mientras recorre con sus ojos los alrededores, ve, de pronto, a un cooker spaniel gimiendo angustioso cerca de una banca de concreto. Alguien lo había dejado atado ahí y el perro trata inútilmente de zafarse. Ella recuerda entonces a la señora con la muchacha que lo llevaban minutos atrás casi a rastras, como cumpliendo una obligación desagradable. Unos metros más adelante, ella logra ver cómo, presurosas, casi atropellándose una a la otra, dos mujeres se suben por la puerta trasera de un carro verde. Mientras Ana toma en sus manos la cabeza del abandonado perro, levanta la mirada y sus ojos se cruzan con el de la muchacha que, desde el interior, le dirige todavía una sonrisa burlona justo antes que el auto tome rumbo al Periférico.

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