Pasaba yo hace algún tiempo por el puente de Londres, y me detuve a contemplar un espectáculo que me encanta: el de un agua rica y pastosa, ornada de capas nacaradas, turbada por torbellinos de fango y cargada confusamente con cantidad de navíos; agua cuyos vapores blancuzcos, brazos móviles y extraños movimientos levantando al aire fardos y cajas animan las formas y dan vida a la visión.
Quedé seducido por la mirada. Fijé los codos, forzado como por un hábito vicioso. El placer de ver me tenía amarrado con toda la violencia de una sed, atado a aquella luz deliciosamente compuesta, cuya riqueza no podía agotar. Pero yo sentía a mis espaldas trotar y correr una turba invisible de ciegos constantemente empujados hacia el objetivo inmediato de sus vidas.
Me parecía que aquella turba no la componían seres singulares, cada uno con su propia historia, con su dios único, sus tesoros y sus taras, con su monólogo y su destino, sino que de todos ellos, a la sombra de mi propio cuerpo, al abrigo de mis ojos, yo hacía inconscientemente un río de granos idénticos todos, idénticamente aspirados por no sé qué vacío, y cuya corriente sorda y precipitada oía yo cruzar monótonamente el puente. jamás he sentido tanto la soledad mezclada de orgullo y de angustia, una percepción extraña y oscura del peligro de estar soñando entre la multitud y el agua.
Me encontraba a mí mismo culpable del crimen de poesía en el puente de Londres. Este malestar indirecto se expresaba vagamente. Yo reconocía en él el amargo sabor de una culpabilidad mal definida, como si hubiera cometido alguna grave infracción de una ley oculta, sin recuerdo alguno ni de mi falta ni de la regla misma. ¿No había yo quedado amputado del mundo de los vivos, cuando era yo quien así les quitaba la vida?
(Estas últimas palabras, sobre una melodía imaginaria de ópera, se pusieron a cantar dentro de mí…)
Hay un culpable en todo ser que se separa. Un hombre que sueña, sueña siempre contra el mundo habitable. Él le rehúsa su parte, él aleja al prójimo hasta el infinito. Ese puerto humeante, esa agua sucia y espléndida, esos celajes pálidos y dorados, manchados, ricos y tristes, ejercían sobre mi vida un poder tal, una tal virtud de fascinación, que, perdido en medio de los tesoros de la mirada, yo me convertía, rozado por todos aquellos hombres embargados por una finalidad, en un ser esencialmente diferente.
¿Cómo puede ocurrir que un transeúnte de repente quede sobrecogido por un ataque de ausencia y que se produzca en él una mutación tan profunda, que caiga bruscamente de un mundo hecho casi enteramente de signos en otro mundo hecho casi enteramente de significaciones? Todas las cosas, de pronto, pierden para él sus efectos ordinarios, y lo que hace que se reconozca en ellas tiende a desvanecerse. Ya no hay abreviaturas ni casi nombres sobre los objetos, pero, en el estado más ordinario, el mundo que nos rodea podría ser útilmente sustituido por un mundo de símbolos y de rótulos. ¿Veis ese mundo de flechas y de letras?… In eo vivimus et movemur.
Ahora bien, ocurre a veces que, en un embeleso indefinible, el poder de nuestros sentidos supera a todo lo que sabemos. El saber se disipa como un sueño, y henos ahí transportados a un país completamente incógnito en que, hablándose una lengua ignorada, el lenguaje para nosotros sólo fuera sonoridades, ritmos, timbres, acentos, sorpresas del oído; así cuando los objetos pierden de repente todo valor humano y social y el alma pertenece únicamente al mundo de los ojos. Entonces, para la duración de un tiempo que tiene límites y carece de medidas (porque lo que fue, lo que será, lo que debe ser, no son más que signos vanos), yo soy lo que soy, yo soy lo que veo, presente y ausente sobre el puente de Londres (Tel Quel. Choses tues).