Giovany Emanuel Coxolcá Tohom
Escritor

En 1973, en República Dominicana, Melanio Hernández convirtió su experiencia docente en el libro Nacho: a partir de entonces se fue volviendo un clásico de lectura inicial en distintos países de América Latina. Veintiún años después, a 132 kilómetros de la capital de Guatemala, yo recorría caminos empolvados para asistir al primer día de clases de mi segundo año escolar. En el bolsón elaborado a base de retazos del rebozo de mi madre, quien me acompañaba, llevaba tres cuadernos, un lápiz, un sacapuntas, un borrador, una caja de crayones y el ya legendario libro, que a su vez había sido utilizado dos años antes, por mi hermano mayor y aún tendría fuerzas para esperar la llegada de mi hermano menor al primer ciclo de Educación Primaria.

Con lo anterior podría escribir sin mayores preámbulos que este libro fue de mis primeras lecturas, así se lo dije a Nicté Guzmán, vinculada actualmente a Susaeta Ediciones; pero con tal afirmación le habría faltado el respeto a la tenacidad de mi padre en ayudarme a reconocer las primeras consonantes y vocales en recortes de periódicos, carteles y almanaques que las tiendas colgaban a la par de sus ventanas para tratar de medir el tiempo.

Un año antes de iniciar mi educación primaria casi fui despojado a garrotazos institucionales de uno de mis idiomas maternos. Por razones prodigiosas no lo consiguieron, fue durante la preprimaria, o castellanización (¿era necesario mutilarnos una parte del corazón?). Desde entonces y mucho antes yo ya tenía noticias del libro, guardado en alguna parte de la troja o del tapanco y que me era permitido ojear únicamente bajo la supervisión paternal.

La plática con Nicté surgió a partir de una visita inesperada que Ilina Muñoz y yo le hiciéramos a finales del año pasado. Con las dos coincidí en el Departamento de Letras de la Facultad de Humanidades de la Usac; los tres, de una u otra forma, constantemente nos detenemos a reflexionar acerca de los desafíos que afrontan quienes inician su formación primaria y, como es natural, los tres alguna vez pasamos por el proceso de aprender a deletrear las vocales.

Mientras hablábamos el gato de la casa hizo un salto de más de tres metros para tratar de llegar a uno de los aretes de Ilina. Y eso, para mí, fue volver a la séptima letra del alfabeto, enroscada en el gato en una de las páginas del libro Nacho, también fue volver a los gatos que poblaron las historias de mi padre y los vecinos del sector Cementerio de la aldea Las Canoas, historias que me contaban mientras me explicaban, con las pocas palabras de mi enciclopedia verbal, el significado de otras que enriquecían mis herramientas para ver, describir y descubrir los horizontes de la existencia.

En esos años no me preocupaba por conocer a los responsables editoriales de los pocos libros que llegaban a mis manos; pero un domingo, de esto apenas hace cinco años, una de mis sobrinas se me acercó para preguntarme por el nombre del gato enroscado en la “G” del libro en cuestión y dónde vivía. En la plática comenté la anécdota con Mabel -mi sobrina– y que mi primer libro en un aula fue el Nacho. A cada inicio del ciclo escolar pienso en él y me pregunto por el destino de su pasta, de sus hojas, ¿en qué parte del polvo estarán los restos del que tuve en mis manos?

Dejando a un lado, momentáneamente, la impunidad con la que la tecnología nos empuja a un analfabetismo disciplinado, anterior a la era paleolítica, quienes escriben libros para estudiantes de los primeros años escolares se enfrentan a varios problemas: intentar volver a territorios de la infancia sin perderse en la frontera que la edad abre y agranda entre las distintas etapas de la vida del ser humano y la mayoría escribe para ser publicada, promocionada y pasada por el pelotón de la fama hasta alcanzar el anhelado fusilamiento, por lo tanto, más le valdría no escribir para nadie o hacerlo con el único propósito de cosechar elogios fugaces en las redes sociales o de colegas, familiares, amigos y de enemigos, después de descorchar varias botellas de vino, aunque a los tres días nadie recuerde la publicación.

No sé si aún se escriban, editen e impriman libros de valía para quienes inician el primer ciclo de Educación Primaria, y si los hay, habría que preguntarse por el precio, si es accesible o si se deben esperar meses antes de que los padres de familia ahorren para ir a la librería en busca del codiciado ejemplar. Por las prioridades del Estado de Guatemala durante los últimos veinte años, es posible llegar a conclusiones obvias: no se destinan recursos para cubrir una de las necesidades elementales de la niñez a su llegada a la educación primaria. Se destinan fondos para controlar el crecimiento demográfico, reduciendo el presupuesto del Ministerio de Salud y aumentando el del Ministerio de la Defensa. Para el Estado o los gobernantes de turno, quienes ingresan a la escuela desprovistos de zapatos, de libros en la mochila o los anaqueles, sin un techo escolar, sin escritorios ni pizarrón, con hambre y huérfanos a causa de la migración o de la violencia estatal o paraestatal, representan un peligro potencial para el orden constitucional.

Como a cada inicio del ciclo escolar, vuelve el olor a cuadernos, lápices, borradores y crayones, de parafina o madera, pero, por encima de estos materiales necesarios para adentrarse al mundo de la palabra escrita, el libro constituye uno de los pocos tesoros que, pasado el tiempo, agradecemos con algo de nostalgia.

Después de una revisión, a conciencia, el maestro incluía determinado libro en la lista de útiles escolares: el Nacho, en el caso de quien termina este párrafo con el punto reglamentario al final de la última palabra.

Eran otros tiempos. Las editoriales aún le apostaban a la formación integral de las nuevas generaciones, o, ¿acaso, visto a la distancia, nos percatamos de los mecanismos empleados por distintos sectores para saquear los limitados recursos de los padres de familia, induciendo y entrampando, con la venia burocrática correspondiente, a comprar montañas de libros, libros que, aparte de ser caros, no reúnen otro mérito? Eran otros tiempos. Las ofertas de las editoriales estaban equilibradas entre el interés por la educación y el interés comercial; las prácticas que en la actualidad alcanzan niveles delictivos aún no eran costumbre. O posiblemente la fe de los padres en el libro era tan grande como la de quien reforesta, sabiendo que ya no estará cuando los árboles alcancen las nubes.

De los primeros años escolares están los libros a los que tuvimos acceso y nos hicieron volar y están los que definitivamente ya no pudimos ni podremos adquirir, ya no somos los de aquellos años lejanos, con candiles y candelas alumbrando la noche. Removemos la memoria para reencontrarnos con nuestras primeras letras. No sé si quienes ahora ocupan esas aulas tienen a la mano el libro en el que página a página se desatan, primero las vocales, después las consonantes, hasta llegar a la articulación escrita de las primeras oraciones.

Desde luego que nadie llega desprovisto del lenguaje articulado a la escuela. Mucho antes del libro se ha tenido noticias del mundo, desde el vientre de la madre, hasta las historias que se remontan más allá de cualquier tiempo medible por los calendarios modernos o por la tecnología. Antes del trazo de las primeras vocales y consonantes, quienes se levantan para asistir a su primer día de clases, pueden decir sin dificultades “Mamá, hoy será mi primer día en la escuela”, sin saber que han pronunciado las cinco vocales, seis veces la “a”, una vez la “o”, cinco veces la “e”, tres veces la “i” y una vez la “u”, en este orden: “a”, “á”, “o”, “e”, “a”, “i”, “i”, “e”, “í”, “a”, “e”, “a”, “e”, “u”, “e”, “a”, sin saber que ha pronunciado nueve consonantes, cuatro veces la “m”, una vez la “h”, sigilosa desde hace siglos, una vez la “y”, dos veces la “s”, tres veces la “r”, una vez la “p”, una vez la “d”, una vez la “n”, dos veces la “l” y una vez la “c”, en el orden siguiente: “M”, “m”, “h”, “y”, “s”, “r”, “m”, “p”, “r”, “m”, “r”, “d”, “n”, “l”, “s”, “c”, “l”, sin saber que al cabo de los años, si el hambre, ,la pobreza, la osadía por cruzar el desierto u otras perversiones estatales no lo matan, terminará por enterarse de la existencia de entidades universitarias especializadas en estudiar el lenguaje articulado y esas palabras pronunciadas por él, justo antes de acomodarse la mochila al hombro, llevando el libro Nacho, que solo lo abrirá cuando en la escuela se lo pidan, al menos durante los primeros días.

A quien asiste por primera vez a las aulas no le será difícil articular “Libro Nacho”, aunque no reconozca todavía la grafía de vocales y consonantes y no pueda explicar que el sonido entre la “a” y la “o” de la palabra “Nacho” es resultado de la combinación de las grafías “c” y “h”, respectivamente. En su mente, al decir que lleva el libro Nacho, surge el color de la portada, el niño del sombrero de paja y los zapatos azules junto al perro, repasando, seguramente, las páginas del mismo libro, esperando que algún día a él le puedan comprar esa mochila azul. El niño de camino a la escuela sabe, como hace siglos, descubrir las cosas del mundo, sin necesidad de saber cuáles de los sonidos articulados son consonantes y cuáles son vocales, sin conocer que las vocales son vocales y las consonantes, consonantes, sin tener noticias de quienes se han doctorado en varias universidades para tener la autoridad de sentenciar por qué cocina no se escribe cosina y por qué es incorrecto escribir sepillo en vez de cepillo.

El recorrido por las aulas de la educación primaria dura seis años para quienes a finales de octubre obtienen el esperado “Promovido” y hasta ocho o diez para quienes llegan a las aulas con más tristeza por falta de pan en casa que ansias por conocer a los integrantes de la familia alfabeto.

Mis recuerdos se pusieron en movimiento, sacando una imagen por acá, otra por este rincón de la memoria. Recordé la “a” junto al árbol en la página, árbol que inmediatamente me transportaba al atardecer de un día, cualquiera de los tantos transcurridos después de haber terminado la jornada. En eso pensaban los estudiantes de primaria de aquel entonces, estaba el árbol del libro Nacho y el que encontraban a su regreso a casa o el que sería derribado para iluminar la noche y la vida. Que nadie alegue deforestación, de eso se encargaron los dueños de la Palma Africana, las mineras y las transnacionales dedicadas a saquear las riquezas naturales de países como el nuestro.

En la página siguiente aparecía la “e” junto al elefante que me hizo conservar el recuerdo de haber visitado el zoológico una sola vez, años antes asistir a la escuela. Con el tiempo volvería al zoológico, pero mi memoria es terca y se afana en hacerme creer que solo son repeticiones de la vez primera. De ahí que a una de las tantas preguntas del profesor de aquel entonces fui el único, según él, capaz de responder correctamente. “¿Niños, ¿quién ha visto un elefante?” “Yo”, respondió mi compañero de al lado. “¿Dónde lo ha visto?”. “En el camino”.

No era cierto o tal vez sí, tal vez el profesor no dimensionaba el alcance de la imaginación a la hora de la infancia. Si un pedazo de palo reseco puede ser un caballo galopando de montaña en montaña, si con un bote viejo y una rama de pino se puede impedir la caída de la luna y si con una pelota llena de remedos se puede jugar la final de un mundial de fútbol, por qué no podría aparecer un elefante en el camino de regreso a casa, entre las sombras de los árboles, alargadas bajo los atardeceres, entre las huellas de algún animal extraño que recorre la noche o dibujado en una piedra. En cualquier parte es posible la aparición de un elefante. Aquella vez, sin embargo, el profesor volvió a preguntar si alguien en la clase sabía “dónde estaban los elefantes”. Levanté la mano, viendo la “e” y el elefante en el libro, dije: “En La Aurora están los elefantes”. “Cierto, en el zoológico La Aurora”, corrigió el profesor. “¿Quién le dijo que en el zoológico están los elefantes?”, preguntó. Por miedo a ser castigado por mi insolencia, dije que mi papá me había contado. No me atreví a hablar de mi experiencia en La Aurora, de que papá me había llevado a conocer a un elefante de verdad. Frente al elefante junto a la “e” y frente al recuerdo del elefante en el zoológico me detuve mientras el profesor pasaba a la página siguiente. Así, página a página, pasaron los días de aquel año.

No sé si alguien de mi generación recuerda la preprimaria o castellanización, previo al inicio de la primaria. Sin mayores penas ni proezas cursé aquel año, con algunos estirones de orejas, jalones de pelo y otras medidas disciplinarias a tono con los tiempos finales de la represión oficial, sin poder pasar de la primera página del ejercicio de puntitos en la esquina inferior izquierda de cada cuadro del cuaderno de cuadrícula, dibujando animales sin cuello, caminos que de un volcán llegaban a un río y del río subían al sol, sin convertirse en escaleras, dibujando la rudimentaria infraestructura de los inmuebles comunitarios y a veces dibujando a los estudiantes de otros grados, grados que me parecían inalcanzables, anhelando llegar pronto al primer ciclo para tener derecho a llevar el libro Nacho en el bolsón.

Siempre tuve el deseo de trazar algunas líneas en recuerdo de aquel libro Nacho, la edición que tuve fue la de Susaeta Ediciones, por habernos dado tantas alegrías a quienes nos formamos en las aulas de la Educación Pública.

Presentación

Hacer memoria de las vivencias que contribuyeron en nuestro crecimiento personal es un acto que va más allá de la nostalgia, nos sitúa en el corazón del ejercicio con el que se criba la historia y se reconoce el valor de lo acontecido. Así, aunque “recordar es volver a vivir”, también es un redescubrimiento que da sentido a la vida.

Esa epifanía parece ser la clave de lectura del texto de Giovany Coxolcá. Un escrito que, al superar lo estrictamente biográfico, se ubica en la crítica voluntariosa que aspira al cambio y la construcción de un mundo con más oportunidades para todos. De ese modo, su recuerdo subversivo ofrece vías alternas a lo establecido casi en ley en nuestra sociedad.

El texto siguiente expresa su estilo y propósito ensayístico:
“No sé si aún se escriban, editen e impriman libros de valía para quienes inician el primer ciclo de Educación Primaria, y si los hay, habría que preguntarse por el precio, si es accesible o si se deben esperar meses antes de que los padres de familia ahorren para ir a la librería en busca del codiciado ejemplar. Por las prioridades del Estado de Guatemala durante los últimos veinte años, es posible llegar a conclusiones obvias: no se destinan recursos para cubrir una de las necesidades elementales de la niñez a su llegada a la educación primaria. (…)  Para el Estado o los gobernantes de turno, quienes ingresan a la escuela desprovistos de zapatos, de libros en la mochila o los anaqueles, sin un techo escolar, sin escritorios ni pizarrón, con hambre y huérfanos a causa de la migración o de la violencia estatal o paraestatal, representan un peligro potencial para el orden constitucional”.

La colaboración de Coxolcá en la edición, nos recuerda el valor de la educación en el Siglo XXI y el llamado a corregir y actualizar el modelo pedagógico. Una renovación que debe gestarse de manera participativa y crítica, denunciando el pensamiento único que aspira implantar el capitalismo de mercado de nuestros tiempos. No queremos estar ausentes en el alumbramiento de esa utopía humanística, por ello, nos sumamos al esfuerzo de la mayor parte de inconformes que escriben en este espacio.

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