Querido Teo: El sentimiento, incluso un sentimiento puro, delicado, por las bellezas de la naturaleza, no es lo mismo que el sentimiento religioso, aunque creo que hay entre ellos una especie de inteligencia. El sentimiento de la naturaleza lo tenemos casi todos en nosotros, unos menos, otros más. Son más raros los que sienten que Dios es espíritu, y los que le adoran, deben adorarlo en espíritu y en verdad.

Nuestros padres pertenecen a ese número… Tú sabes que está escrito: “El mundo pasa, y todo su esplendor”, y que, por otra parte, se ha hablado también de “una parte que no nos será quitada”, de “una fuente de agua viva que salta hasta la vida eterna”. Roguemos nosotros también a fin de ser ricos en Dios. Sin embargo, no te detengas a pensar con demasiada profundidad en estas cosas, que por sí mismas te resultarán cada vez más claras con el tiempo. No hagas sino lo que ya te he aconsejado que hagas. Por nuestra parte, pidamos que lleguemos a ser pobres en el reino de Dios, servidores de Dios. No lo somos todavía. Pidamos que el ojo de nuestra alma se haga simple; entonces seremos enteramente libres, completamente simples… (Cartas a Teo, 17 de septiembre de 1875).

Igualmente, pienso que todo lo que es verdaderamente bueno y bello, con belleza interior, moral, espiritual y sublime, en los hombres y en sus obras, viene de Dios y que todo lo que hay de malo en las obras de los hombres y en los hombres, no viene de Dios, y que Dios mismo no lo encuentra bueno. Pero instintivamente me inclino a creer que el medio mejor para conocer a Dios es amar mucho. Amar a este amigo, a esta persona, a esta cosa, lo que tú quieras; así estarás en el recto camino para llegar a saber más después, eso es lo que yo me digo.

Pero hay que amar con una elevada y seria simpatía íntima, con voluntad, con inteligencia, y hay que procurar entender de eso más a fondo, mejor y cada vez más. Eso lleva a Dios, eso lleva a la fe inquebrantable. Por poner un ejemplo, uno amará a Rembrandt, pero con toda seriedad; entonces ése sabrá que hay un Dios y creerá en Él. Otro profundizará en la historia de la Revolución Francesa, y dejará de ser incrédulo; verá que en todas las cosas grandes hay también un poder soberano, que se manifiesta. Buscad comprender la última palabra de lo que dicen en sus obras maestras los grandes artistas, los maestros serios, hallaréis a Dios allí dentro. Uno lo escribe en un libro, otro en un cuadro… (ibid., julio de 1880).

Yo creo cada vez más que no hay que juzgar a Dios por este mundo, porque es un boceto que le salió mal. ¿Qué quieres? Ante los bocetos fracasados si verdaderamente se ama al artista, no se halla mucho que criticar; uno simplemente se calla. Es verdad que hay el derecho de pedir algo mejor. Con todo, tendríamos que ver otras obras de la misma mano; este mundo está evidentemente hilvanado a todo correr en uno de esos malos momentos en que el autor no sabía ya lo que hacía, en que no era dueño de sus pensamientos.

Lo que la leyenda nos cuenta de Dios, es que con todo puso un esfuerzo enorme en este estudio suyo del mundo. Yo me inclino a creer que la leyenda es verdad, pero el estudio se le estropeó entonces de diversas maneras. Sólo los grandes maestros se equivocan así; ése es el mejor consuelo, supuesto que desde entonces tenemos derecho a esperar que se tomará la revancha la misma mano creadora. Y eso supuesto, esta vida, tan criticada y con tan buenas y excelentes razones, no debemos tomarla por lo que no es. Así nos queda la esperanza de ver algo mejor que esto en otra vida (ibid., 29 de mayo de 1888).

¡Ah, querido hermano! ¡A veces conozco tan bien lo que quiero!… Yo puedo, en la vida y en la pintura, prescindir de Dios; pero no puedo en su sufrimiento prescindir de algo más grande que yo, de algo que es mi vida: el poder de crear. Y si, frustrado en este poder en cuanto a lo físico, busco la creación de pensamientos en lugar de hijos, se siente uno bien en medio de la humanidad. En un cuadro yo quisiera decir algo consolador como una música. Yo quisiera pintar hombres o mujeres con ese no sé qué de eterno, cuyo símbolo antiguamente era el nimbo, y que nosotros buscamos por medio de la irradiación y la vibración de nuestras coloraciones (ibid., 1 de septiembre de 1888).

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