Gustavo Sánchez Zepeda
Escritor

Llegué con buena expectativa y fue superada, totalmente. No estaba preparado para el derroche de talento que Paloma San Basilio ofrece. Ella, un piano, el violonchelo y una guitarra ocasional, suficiente.

Se presentó con el espectáculo preparado, no precisamente a cantar sus éxitos y complacer sino a contar y cantar lo que la música y la vida es para ella. Vamos, no llegó a buscar choque, pero tampoco a complacer, el público esperaba sus éxitos y ella se decantó por un recorrido musical muy personal e inesperado.

Empezó con sevillanas, como una expresión de su inicio musical, y cuando me percaté de la dirección del viaje musical, Paloma San Basilio estaba cantando en italiano con una intensidad emocionante, luego pasó al francés con una melodía tan antigua como triste y bella, Ne me quitte pas de Jaques Brel. Según ella, no hay mejor idioma para cantarle al amor que el francés. Y al escucharla coincides.

De pronto inicia una bellísima canción italiana, Il mondo, que popularizó Jimmy Fontana en italiano en los 60, aunque Paloma San Basilio la canta en español con una intensidad que emociona. Sucede que ella no sólo interpreta, entra en el personaje y lo vive, sufre y goza, llora y ríe con él.

Luego nos regala un par de melodías de los inmortales Beatles en su idioma. En ese instante me recuerda a Oriana Fallaci y me empuja hacia Víctor Hugo, posteriormente insinúa a Shakespeare e impone a Cervantes como buena madrileña de nacimiento y sevillana de corazón. Empieza a aflorar el romance trascendental entre Paloma San Basilio y las tablas cuando canta Impossible dream del musical El hombre de la Mancha, obra que trasciende del enorme texto en que fue inspirada al idioma en que fue escrito el musical, el idioma original se pierde en el arte.

Cuando la veo moverse en el escenario se entienden a plenitud los conceptos tener tablas y dominar el escenario. Es una mujer que sabe reírse de sí misma, hablar del cansancio de la vida a través de Pablo Neruda al citar el texto sucede que me canso de ser hombre; se duele de los migrantes y de la necesidad de dejar el país para buscar un mundo mejor, un mundo que solo es sueño porque la realidad es dura, como la vida.

A partir de ahí nos revela una parte del amor que les tiene a los musicales. Canta Over the rainbow de El mago de Oz y me siento en Kansas. Conversa y nos habla de su libro La niña que bailaba bajo la lluvia, investigo y me entero que también escribió El océano de la memoria. No he leído ninguno, presiento que no me van a gustar del todo, pero respeto a quienes escriben. Es una mujer que canta para vivir, escribe para decir y pinta para descansar.

Ese amor que manifiesta en sevillanas y zarzuelas, rock y jazz, teatro y musicales, literatura y filosofía, se agradece. Quizá lo primero que se agradece es que decidió salir de su retiro. Canta algo de Serrat, Son aquellas pequeñas cosas; de Francisco Céspedes, Esa vida loca; de Violeta Parra, Gracias a la vida. Una mujer elegante que deja la filosofía y la literatura por el canto pero que no está dispuesta a dejar de pensar; que se resiste, aún, a adaptarse al sistema tal cual funciona y al que se integra contestatariamente con una rebeldía que no ha abandonado; que prefiere, intuyo, cantar en teatros que luchar por los éxitos musicales que generan más utilidades pero menos satisfacciones, porque gozar del contacto directo con el público y los aplausos directos no tiene comparación. Luego canta Evita, de los grandes Andrew Lloyd Webber y Tim Rice; y con dos frases sutiles se pronuncia contra el mundo de hombres en el que ha decidido abrirse paso.

Fueron dos horas en el primer mundo que terminaron con Alfonsina y el mar, genial interpretación. Todo lo bueno termina, lo sabemos, vivir estos momentos de intensa emoción nos reconcilian con la vida.

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