Álvaro Torres
Cineasta e hijo de Edelberto Torres

Mi viejo fue un buen hombre. Vivió con intensidad, lleno de contradicciones, fue cariñoso y duro, trabajador hasta el absurdo, solidario, estricto, preocupado por la gente, de muchos amigos, solo. Estos últimos días lo vi aferrarse a la vida, sosteniéndose finalmente del hilo más delgado, reducido, su corazón apenas latiendo. Escribió el poeta Donald Hall que en la vida todo se pierde, pero que debemos afirmarnos en el barro a la orilla de la laguna y saber que es delicioso perderlo todo.

Cuando lo besé en la frente pude olerle su olor, y recordé todo, o casi todo. Mi viejo me enseñó́ a jugar fútbol y básquetbol, me enseñó a manejar, la importancia de la disciplina, la honestidad y la dignidad, a no jugar lotería (no le hice caso), a la verdad que sin trabajo no hay nada. Muchas cosas. Me enseñó a tener ideales y a vivir una vida consecuente con esos ideales.

Ya de adulto me vi más en él, muchísimo. La nostalgia que es más tristeza que nostalgia, vivir en las ideas, el disfrute de la soledad, sentir el peso de la vida, pero entrarle con ganas porque vale la pena, a matizar esa vida con humor, el goce por las pequeñas cosas (el pasaje de una novela, una cerveza fría, los últimos diez metros de una carrera olímpica, el chiste que sorprende). Le veo los lunares en la espalda y pienso en los míos. Le susurro al oído que lo quiero, le agradezco, por tanto, que se vaya tranquilo, que continúe el camino. Aquí seguiremos brindando en su honor y su memoria, intentaremos contar chistes agudos, vamos a acercar más sillas a la mesa mientras afirmamos que todo vale la pena. Salud viejo, despacito y con buena letra, gracias por todo.

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