Por Florencia Martin
Buenos Aires
Agencia (dpa)

Machos, compadritos, avezados en el juego y fogueados en la noche. El tango solía pintar en sus letras a un hombre que robustecía su virilidad en las calles, siendo «calavera», trasnochador, llevando una vida licenciosa y hasta pendenciera. No así la mujer, a la que le incumbía, si no era casta y pura como madre o novia, terminar «hundida en el fango», a veces por el tango, librada a la mala vida, las drogas y la prostitución.

Eso dice el mito. Aquellos tangos, no exentos en parte de repulgos machistas de la cultura propia de principios del siglo XX, no han dejado de bailarse. Muy por el contrario. Pero fascina ver la transformación que han vivido en las pistas al cumplirse este 11 de diciembre un nuevo Día Nacional del Tango en Argentina.

El paradigma en el tango ha cambiado al paso de su contexto social. El avance de reclamos de igualdad de derechos entre hombres y mujeres y para integrantes de comunidades LGTB se palpa tanto en las pistas como en la enseñanza.

No sólo se ven parejas del mismo sexo bailando entre sí en las milongas, sino que además en las clases se ha dejado de hablar del rol «masculino» y del «femenino». El aprendizaje pasa por los roles de «conductor» y «conducido». Además, en algunos centros de enseñanza se ejercita ir cambiando e intercambiando roles a lo largo de la noche. Todos pueden asumir un rol activo en la danza. Igualitario, inclusivo.

Hasta ahí la intención. No es recomendable intentar implementarlo entre desconocidos, ya que aunque el ambiente de tango «es mucho más abierto que hace diez años», comenta Anahí, «hay unos ocho o diez lugares en los que no podés bailar así», advierte. «Por lo general se opone más bien la gente mayor, pero también hay un par de pendejos retrógrados que miran mal o después no te sacan a bailar», critica la joven.

Las opiniones al respecto son muy diversas. «A mí me tiene sin cuidado que la mujer baile con otra mujer», dice Hugo, de 80 años, a la entrada de una milonga. «No queda bien, pero a mí no me preocupa ni me molesta. Lo impusieron las mujeres más que los hombres y suelen hacerlo porque hay pocos tipos. Bueno, otras no, vienen con su pareja y bailan solo con ella», comenta, observador.

Lo que hoy es inclusión, diversidad y tango queer, ya se daba en los mismos orígenes de esta danza a fines del siglo XIX en Río de la Plata, si bien con otro cariz.

Lo que antes tal vez era una necesidad a raíz de la carencia del otro género, hoy es una necesidad de igualdad, elegida, decidida.

«Si la mujer escucha todo lo que el hombre hace en la danza, pasa a ser una improvisación sólo del hombre. Entonces, ¿es una danza de a dos o es el hombre el que está haciendo?», cuestiona Anahí, que asegura que el mejor modo de entender al otro es ponerse en su lugar, incluso físico.

«Pónganse los varones tacos y caminen hacia atrás» como suelen hacer las mujeres en el tango. «Van a ver lo que es ceder ese lugar, tener que confiar, seguir», alienta.

Hoy en Buenos Aires pueden encontrarse milongas de lo más diversas: casuales, de gala, jóvenes, de años, en patios improvisados al aire libre y en salones tradicionales. En casi todas (casi) el baile entre personas del mismo género es parte integral de la pista, sea sobre una pieza de la década de 1940 cantada por Francisco Canaro o en el ritmo propuesto por un electrotango.

«Quizá mucha gente me mate por esto que voy a decir, pero creo que si bien lo de tango queer surgió como una subdivisión, siempre existió como tango. Que se hayan generado espacios queer facilitó que la comunidad gay se pudiera acercar de otra manera a esta danza, pero hoy por hoy ya está totalmente integrado», opina Juan Pablo Ramírez, conocido en la escena del tango queer porteño.

Lejos quedaron las veleidades de los compadritos que les daban órdenes a las mujeres o les marcaban una flor «bien merecida» con el cuchillo en el carrillo para que no olvidaran su traición, como dice el tango «Contramarca».

Hoy, salvo excepciones, esta danza intenta envolverse seductora en un abrazo entre pares e iguales.

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