Vicente (Chente) Vásquez
Escritor

Por razones que no vienen al caso contarles para no aburrirlos y por avatares del destino, de repente me encontré prestando servicio militar como soldado, bajo las órdenes del capitán Diego de Urbina, en las prestigiosas milicias de la Liga Santa.

El día 7 de octubre de 1571, me encontraba sufriendo quebrantos de salud. Debido a mi enfermedad, pude evitar entrar en combate, ya que por tal razón se me eximía del servicio, pero por voluntad propia, participé en la batalla marítima de Lepanto. De ninguna manera deseaba quedar ante los ojos de mis compañeros, como un cobarde.

Empuñé las armas y salí a enfrentar a las fuerzas turcas. La batalla fue una de las más encarnizadas, no vista jamás en los siglos precedentes y, a pesar de nuestra reducida fuerza, la ganamos, causándoles a los turcos treinta mil bajas; un tercio de sus combatientes.

Los sobrevivientes de su numeroso ejército se pusieron en vergonzosa fuga. Luché con valentía, eso me dijeron y de lo cual me siento orgulloso, pero salí con dos heridas, una en el pecho y otra en la mano izquierda.

Debido a esas lesiones fui hospitalizado por largo tiempo, recibiendo la visita solidaria de mis camaradas de armas, quienes me animaban con sus bromas y buen humor. Me recuperé y fui dado de alta, pero no logré recobrar el uso de la mano por haberle sido seccionado uno de sus principales nervios. En consecuencia, me quedó la mano anquilosada, es decir, sin movimiento.

Fui felicitado por mi desempeño en combate y recibí una pequeña compensación económica; pero los compañeros de armas ya saben cómo son, siempre chacoteros; a manera de condecoración, me indilgaron el sobrenombre de: El Manco de Lepanto.

A pesar de mi recién adquirido impedimento físico, continué prestando servicios, me vi envuelto en mil aventuras, que espero narrarles en otra oportunidad. El 26 de septiembre de 1575, cuando nos dirigíamos por la vía marítima, de Nápoles a España, varios compañeros, mi hermano Rodrigo y yo fuimos capturados por los turcos y llevados a Argel en calidad de prisioneros, sometidos a esclavitud y a muchos vejámenes.

En lo personal, estuve cautivo hasta el 19 de septiembre de 1580, pero durante mi pérdida de la libertad gocé de muchas muestras de solidaridad, tanto en apoyo táctico en mis fallidos intentos de fuga, como en la ejecución de varias colectas para reunir el rescate que exigían mis captores y que al final fue posible pagar.

Como la vida continúa y está formada de muchas facetas, me dio por la literatura. Escribí varios libros y entre ellos, garabateé una novela. Los que la leyeron dicen, espero que no sea sólo por dorarme la píldora, que les gustó, que está muy buena y que con el paso del tiempo llegará a ser famosa y que hasta conseguirá formar escuela.

Espero que esos amigos tengan boca de profeta y se cumplan sus predicciones. Porque ¿qué es lo que necesita el sediento?, agua. ¿Qué es lo que requiere el hambriento?, comida y ¿qué es lo que precisa el escritor?, lectores. De cumplirse esas profecías, estoy seguro de que yo ya no lo veré, pues la existencia tiene fecha de caducidad. Pero soñar no cuesta nada.

La vida de nosotros los mortales, aunque breve en tiempo, es extensa en peripecias y nos lleva por múltiples caminos y acontecimientos; pero sí les narré sólo estos tres episodios, es porque ahora sé de lo que hablo.

Mis palabras son sabias, puedo decirles por experiencia y con suficiente autoridad: Que en los hospitales, en las cárceles y en las presentaciones de libros se conoce al amigo.

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