José Manuel Fajardo Salinas
Académico e investigador

Un joven que camina cercano al andén del metro observa un celular entre las vías y se agacha para intentar recogerlo; de repente, salido de la nada, aparece un árbitro de fútbol que lo detiene y le aplica una amonestación de tarjeta roja por tal intención, que ponía en riesgo tanto su vida como el buen funcionamiento del servicio de transporte masivo. Los pasajeros testigos de la acción aplauden satisfechos por la presta actuación del que vigila y garantiza el cumplimiento de las leyes que rigen en la estación.

Junto a la anterior, las pantallas de información visual en los vagones y andenes de las estaciones administradas por la empresa Metro de Panamá exhiben otras escenas de corte semejante: un chico es penalizado con tarjeta amarilla por tratar, sin mayor motivo que la curiosidad, de accionar un botón de emergencias; una señorita presiona el botón de apertura de puertas antes del momento oportuno, y el árbitro mencionado le indica amablemente que debe esperar la luz verde para proceder a ello… ¿Qué mensaje se transmite a la población popular que diariamente viaja en el metro? Que existe una forma correcta de actuar para que la sociedad funcione, y que hay que acoplarse a la misma para que a todas y a todos nos vaya bien.

Sin embargo, y de ahí el título de esta reflexión, lo que se inculca con estos constructivos y edificantes mensajes visuales, dedicados a la conciencia compartida de que existen medidas y disposiciones para el buen uso del metro, es demolido por notas informativas que describen a funcionarios gubernamentales aprovechándose de este sistema de transporte para beneficio personal, y que, manipulando artilugios jurídicos, evaden la aplicación transparente de la justicia. En pocas palabras, hay dos metros en Panamá: aquel con que se mide al público popular, y otro metro, mucho más amplio y holgado, para juzgar la acción de los funcionarios criollos que dominan el aparato administrativo del país. Al parecer, para estos personajes no hay un árbitro que sea capaz, como sí lo hay para el ciudadano de a pie, de prevenir sus desmanes y cohechos, y menos aún de sancionarlos como es debido.

Profundizando en el análisis del hecho fáctico de la falta de justicia en la aplicación de la ley, no solamente en Panamá, sino a nivel latinoamericano, se puede indagar sobre claves de explicación en la lúcida obra del autor guatemalteco Severo Martínez Peláez, La patria del criollo, que en su tesis fundamental, argumenta cómo el sentimiento de patria era algo ya tangible en siglo XVII, es decir, a más de un siglo de los movimientos de independencia. Se constata así en la obra Recordación Florida, donde su autor, descendiente del soldado y cronista Bernal Díaz del Castillo, confiesa como una de las motivaciones de su obra, el amor a la patria. ¿De qué patria habla Fuentes y Guzmán? No es la del indígena, ni la del español conquistador; es la patria del criollo, que se siente heredero del patrimonio de la conquista (la tierra y los indígenas), y que reclama para sí, la soberanía plena frente al único obstáculo en ese momento: el imperio de ultramar.

Precisamente, luego de los movimientos de independencia, esta prerrogativa del criollo dominador se exhibe en el rango de ver a quién se le aplica o no la ley. Queda confirmada así la “línea abismal” teorizada por Boaventura De Sousa Santos, que habla de un pensamiento occidental moderno que tiende a crear una realidad social dividida en dos universos: uno que está “de este lado de la línea” y el “del otro lado de la línea”. Como su nombre lo indica, la línea divisoria semeja un abismo, una separación infinita, lo que hace imposible e improbable la coexistencia simultánea de ambos universos. De cada lado rige una legalidad diferente, donde la parcialidad favorable asumida por la clase criolla dominante concibe al otro como un “no-existente”, como un “no-ser”… de ahí que los reclamos de justicia que pueden provenir del otro lado son un eco sumamente lejano, inaudible. Resumido de este modo, y desde la veta histórica y sociológica provista por los autores mencionados, es sumamente sencillo comprender la fatalidad y fragilidad de los órdenes políticos predominantemente democráticos, que acogen esta ontología social heredada en América Latina: son simples parapetos de un teatro inconfeso que tomando formas más o menos populistas o dictatoriales, de izquierdas o de derechas, de alianzas con el capital local o transnacional, juegan simulacros maquillados en sus maneras de ejercitar la justicia y el derecho. La funcionalidad de estos escenarios no es la equidad, sino corroborar de qué lado de la línea se encuentra cada uno. Queda evidenciado con ello, un amor de patria muy particular, pues no está direccionado a toda la nación, sino solamente al sector que representa: la élite criolla protectora del pensamiento moderno abismal.

¿Qué sismo histórico romperá este orden de cosas? El cronotopo contemporáneo no permite avizorarlo con claridad. Solamente se puede repetir, que si la esperanza es lo último que pierde el ser humano, hay que esperar activamente que cada vez sea menor el uso de un doble metro ejemplificado a través del caso panameño, y se progrese hacia la concreción de una medida única y cabal donde no importe tanto si el pez es chico o grande, ya que lo esencial para una modernidad no abismal es la adecuación una única legalidad que debe regir para todas y todos por igual. Testimonios vivos de esta esperanza son personas como Berta Cáceres en Honduras o Marielle Franco en Brasil, que hicieron de la causa de la justicia el sentido de su ser y estar entre nosotras y nosotros.

Artículo anteriorCarta del escritor enamorado Friedrich Nietzsche
Artículo siguienteEl Velorio