Harold Soberanis
Académico universitario

Lejos de lo que muchos piensan, la filosofía no es una disciplina que sea ajena al mundo real, es decir, que no tenga nada que ver con el mundo del hombre concreto, común y corriente. Si bien es cierto que la filosofía hoy día se cultiva, especialmente, en las universidades, esto no significa que no tenga una conexión con el hombre y la mujer que van a diario al trabajo, al mercado, que caminan por cualquier calle de una gran urbe o que viven en ciudades cuya existencia ignoramos, seres comunes que tienen sueños y temores, que anhelan una vida material mejor para los suyos o que simplemente se conforman con ver crecer a sus hijos y vivir tranquilos.

En efecto, actualmente la filosofía se cultiva, sobre todo, en las universidades o centros de formación, pero no siempre fue así. Si recordamos, el origen de la filosofía estuvo en la calle y luego, por diversas razones, se fue concentrando en los salones de clase de los centros de estudios superiores.

Es bien sabido que fue Tales, un habitante de la ciudad griega de Mileto, el primero que se preguntó sobre el origen de la realidad. La respuesta de Tales fue que el agua, o más propiamente, lo “acuoso”, era el origen de esa realidad material que le provocaba dudar y pensar. Acaso, al decir esto, Tales pensaba en las cualidades del agua, un elemento indefinido cuya forma depende del objeto que le contiene, o tal vez le atraía la idea del movimiento perpetuo que implica por su misma naturaleza, pues cuando pensamos en el agua, percibimos en ella un fluir constante, aunque nos parezca quieta.

Sea cual sea la razón de su elección, es Tales, con ese preguntar acerca del origen o fundamento de la realidad, quien inaugura la filosofía en Occidente y, por lo tanto, el primer filósofo cuyas disquisiciones, en las calles de la Grecia del siglo VI a.C, dieron origen a ese saber racional, riguroso, sistemático y que, según algunos afirman erróneamente, solo accesible a iniciados: la filosofía, que suele traducirse como amor a la sabiduría.

Independientemente de si esto es verdad o no, lo que deseo señalar, al mencionar a Tales, es el origen de la filosofía: esta no surge en los salones de clase si no en la calle y en ella se va desarrollando, moviéndose en la plaza, en los callejones o acaso en las tabernas, discurriendo en el Ágora con Sócrates o viajando a distintas ciudades con los sofistas, quienes cumplen así una tarea a favor de ella, pues contribuyen a divulgarla. Será Platón, en su famosa Academia, uno de los primeros maestros de filosofía quien, dentro de un recinto y como parte de todo un programa educativo la enseña junto a otras disciplinas, con el fin de formar ciudadanos íntegros.

Pues bien, ese origen no académico de la filosofía vendría a demostrar cómo ella no es un malabarismo intelectual, según algunos, o un saber ajeno a las personas de carne y hueso, según otros, un saber únicamente accesible a eruditos o sabios misteriosos. Si bien por su misma naturaleza la filosofía requiere de ciertos conocimientos para comprenderla, ella no tendría sentido si no estuviera estrechamente conectada al mundo de la vida, a la esfera de lo cotidiano. Efectivamente, la filosofía no tendría ningún valor si, en última instancia, no nos sirviera para el buen vivir, es decir, para aprender a vivir bien moralmente, para ser felices siendo buenos, para ejercer ciudadanía en beneficio de la comunidad, para ser solidarios con nuestros semejantes ayudándoles a descubrir el sentido de su existencia (si es que esto es posible), etc.

El valor de la filosofía radica, pues, en hacernos reflexionar sobre nuestra propia existencia y realidad inmediata, y en esa medida se nos revela la conexión entre ella y el mundo de la vida. En una palabra: la filosofía es necesaria y fundamental, solo en la medida en que nos sirve para el buen vivir pues, preguntarnos sobre el sentido de la vida, el fundamento de la realidad, sobre la bondad o maldad de nuestros actos, sobre el amor, la fidelidad, la felicidad, etc., son preguntas que revelan la importancia de la filosofía cuya raíz está profunda y fuertemente asida al fondo de nuestra existencia.

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