Juan Antonio Canel Cabrera
Escritor

Al leer el título del libro de cuentos de Vicente Antonio Vásquez Bonilla, más conocido en el mundo literario, y en todos los demás, como Chente, la primera impresión que a uno le viene es que se trata de textos desconectados de la realidad personal de cada quien. Una especie de chusemadas del autor. Sin embargo, “Cuentos fantásticos”, que agrupa una antología que Chente hizo a su gusto y antojo, tiene la virtud de parecer hoja de tamal y hacer que nosotros seamos la masa y la carnita que, metidos en esa envoltura y cocidos al vapor de la lectura, nos convierta la experiencia en una delicia. Pues bien, no es para que en este momento todos nos creamos tamales, pero sí para que imaginemos que los cuentos reunidos en el libro de Chente tienen características de banquete. En tal sentido, el libro “Cuentos fantásticos” tiene la característica de un menú de restaurante en el cual se contienen 33 apetitosas delicias.

Se preguntarán ustedes qué me hizo decir lo anterior. Pues bien, se los voy a contar. En primer lugar fue la satisfacción de haber leído los cuentos con verdadero placer. Debo confesar, antes, que soy un lector lleno de babosadas; cuando algo no me gusta desde el principio, lo dejo. Así, pues, desde el primer cuento El espejo giratorio hubo un gancho que me atrapó. Caí como pez que se traga la lombriz del anzuelo. Fue una anécdota muy conocida y usada por algunos de los cuentistas clásicos: encontrar una casa sorpresiva en medio de una arboleda. De inmediato me llevó a mi niñez y ese truco de autor me hizo que, como lector, construyera una realidad fantástica sobre algo que mentalmente me hizo suponer creíble; es decir posible. Esa posibilidad que Chente hizo factible al hacerme encontrar en la casa misteriosa a un espejo, me obligó a seguir de manera atenta el diálogo tácito entre el personaje central y el espejo. Por otro lado, un elemento que contribuye a darle credibilidad a tal fantasía de Chente es que está narrado en primera persona; esa fuerza testimonial le induce, además, una amenidad que, si se hubiese narrado con otro punto de vista, quizá hubiera carecido del encanto de la persuasión. Ese cuento de Chente me hizo recordar con claridad lo que dijo Cardoza y Aragón: «Yo nada invento, solo compruebo lo que mi imaginación descubre; la imaginación, esa otra forma de realidad». Parece paradójico: uno de los ingredientes fundamentales de la realidad humana es la imaginación… que siempre implica curiosidad. Nada se habría construido sin la curiosidad. Pero la curiosidad supone la fantasía; es decir, «imaginar» las muchas posibilidades que se pueden descubrir al concretarse un hallazgo.

La realidad siempre necesitó contarse, y aquí viene el primer milagro: lo contado ya no es la realidad; no es lo que sucedió. Al principio de los siglos de la humanidad, contar lo sucedido por medio de gestos, sonidos onomatopéyicos, exaltaciones anímicas implicaba que la realidad contada fuese entendida a cabalidad, tal como quien la manifestaba y quería expresar desde su interior; fue apremiante porque suponía la propia sobrevivencia; no obstante, en ese tránsito de lo expresado y lo percibido, ocurría una distorsión; una distorsión que cada quien le aplicaba a sus propias necesidades. Luego, cuando el ser humano aseguró su sobrevivencia, entonces comenzó la majestuosa carrera de la palabra que le permitió expresarse con mayor concreción. Y, pues, el ser humano comenzó a contar de manera oral. Ese proceso acumuló complejidad. Con la oralidad, como el ser humano no disponía del instrumental del método científico, comenzó a imaginarse respuestas para las cosas inexplicables. Así surgieron los dioses y los mitos; ese dueto fantástico, en primera instancia, satisfacía la curiosidad primaria; eso hizo construir una realidad fantástica que fue muy del gusto de esas sociedades ágrafas. Pero, para ese entonces, nadie discutía que los mitos y los dioses fueran producto de la imaginación; no, todo se aceptaba como una realidad concreta y necesaria, aunque el común de los mortales no hubiese presenciado el origen de los dioses y los mitos. Pero el summum de esa mitología fue que dioses, semidioses y héroes se mezclaban con los humanos y se reproducían; a tal punto que muchísima gente se atribuía genealogías sagradas. Tales dioses no vivían en el cielo o en lugar ignoto sino en la mismísima tierra, vecinos a toda la mara; es decir, en lo más alto del monte Olimpo. Chente tiene un cuento extraordinario, “El nacimiento de un mito” en el cual se sirve de una realidad concreta para explicar el proceso que acompaña a la creación de un mito. En el cuento, lo fantástico llega a ser tan importante que, la propia realidad consigue ser un punto insignificante; sin embargo, para que dejemos de pensar en lo fantástico nos remite a la serpiente que da lugar al mito bíblico de la ingesta de la manzana que, a sabiendas que es un mito, todavía lo creemos como la historia fundacional de la especie humana. ¿Nos recuerda eso a Adán y Eva?

Pues bien, en ese mundo ágrafo ayuno de tantos recursos para guardar el tesoro de la realidad fantástica, el ser humano descubrió que, aprendiendo de memoria lo contado, podía preservar lo más importante de esa acontecer, encarnado en los mitos. De allí surgieron los extensos relatos homéricos y tantos otros que la bruma de los siglos hizo desaparecer. Y hasta el día de hoy no ha cesado de contar de manera oral y por escrito.

Podría decirse, entonces, que contar es parte de nuestra naturaleza humana. Pero contar ¿implica evadir nuestra realidad? Y, ¿evadirla para qué? ¿Será que la realidad es tan compleja e inabarcable que necesitamos la evasión? Creo que sí; necesitamos contar y que nos cuenten para partirle la madre a la realidad. ¿Evadir la realidad e inventar un recurso que aun no siendo lo mismo lo simule? Pedro Laín Entralgo, en el prólogo al precioso libro Los relatos más bellos del mundo, nos lo explica así: «La novela o el cuento nos hacen salir de nuestra realidad cotidiana, nos proyectan hacia un mundo radicalmente distinto de aquel en que vivíamos. Y esto, ¿Por qué nos complace? Porque toda costumbre, hasta las más gratas, llevan en su seno adarmes o quintales de hastío. Porque el hombre necesita siempre ser “algo más”. En cualquier caso, porque el “otro” que con la lectura uno llega a ser, tiene algo que ver con uno mismo; en definitiva, porque para uno mismo no es tan “otro”»

En la actualidad, sobre todo con lo compleja que es la vida urbana, el ser humano necesita momentos para descansar de su realidad, para evadirla, para darse un respiro y contemplar la realidad fuera de ella. Respecto a la narración como forma de evasión tanto para quien la escribe como para quien la lee, vuelvo con Pedro Laín Entralgo quien dice que «la llamada “evasión” hace que el lector sea dos cosas a la vez: un hombre distinto del que él habitualmente era y un hombre igual a uno de los que de modo secreto, por debajo de su existencia visible y habitual, él quería ser, y por lo tanto en cierto modo ya era. Sin dejar de ser evasión, la “evasión” lectiva es también “autorrealización imaginaria”. O bien, en términos teatrales: la lectura me convierte en un ser nuevo respecto de los en mí visibles y habituales, un personaje de los que en mi persona íntima quieren ser».

En el sentido anterior, la evasión que la literatura provee en el cuento se satisface plenamente si la lectura es placentera. Y ese es el papel que cumplen los Cuentos fantásticos de Chente. Contar asuntos cotidianos parece ser más fácil que contar algo fantástico; lo cotidiano, al contarlo, casi de cajón es creíble. En cambio lo fantástico implica la dificultad, para el escritor, de hacerlo creíble; que lo contado el lector no lo sienta artificial y, por tanto, imposible de creer que suceda. Ese es uno de los más estimable méritos, como ya apunté, en la mayoría de los cuentos de Chente: hacer creíbles las fantasías que cuenta. Es una truculencia jodida porque debe embaucar al lector para que crea lo que está leyendo, a sabiendas que es imaginario. En resumidas cuentas, lo que un buen autor hace siempre es embaucar al lector; claro, sin que este se sienta embaucado; o si lo llegara a sentir, que se haga el baboso.

Otra virtud de los cuentos de Chente es la amenidad construida, en primer término, con la eficacia de la sencillez apuntalada a base de una sabia combinación de frases largas y cortas; no en el sentido matemático de largo y corto-largo y corto, sino en el intuitivo de saber la combinación que reclama el texto para su eficacia verbal; tal recurso, de paso, dota de ritmo a la narración. Sus cuentos, como la música tropical están dotados de ritmo y melodía; o a la visconversa.

Credibilidad, ritmo, musicalidad y prosa fluida son los pilares técnicos que sustentan la arquitectura literaria de la mayoría de Cuentos fantásticos de Chente.

Por lo que respecta a los componentes anecdóticos de muchos de los Cuentos fantásticos, uno de ellos es lo fantasmal. Se trata de una fantasmalidad que no llega al miedo terrorífico pero que contribuye a crear un ámbito de tensión, suspenso, misterio, intriga y curiosidad tan necesarios para que el interés narrativo no decaiga.

Algo que uno debe agradecerle a Chente es, también, la sencillez. No está presente solo en la estructura de los cuentos sino; sobre todo en el lenguaje, que no es empalagoso y, a la vez, permite la elegancia. La sencillez es una cualidad que él emplea a lo largo de todo el libro. No es que Chente no se valga de las más modernas técnicas narrativas sino que uno, como lector, no se percata de ellas. En tal sentido, los variados puntos de vista narrativos que emplea no se advierten de inmediato. Las diversas temporalidades que emplea en sus relatos tienen la magia de hacernos sentir que las estamos viviendo en el presente, aunque sean pasadas o futuras, tal el caso, por ejemplo, de “Los colonos” donde la temporalidad está situada en el año 2144; o, “El kalífono”, que ocurre en 1969.

Por otro lado, lo mágico es siempre un componente de la cultura de los pueblos que, en la realidad, parece mantenerse a cierta distancia de lo urbano; Chente lo concita en muchos de sus relatos constatando que las supersticiones aún tienen un fuerte arraigo en la gente urbana. En tal sentido, la mayoría de los cuentos de Chente son una fusión de magia y realidad; de intuición y razón; de lo palpable y lo fantasmal que uno puede advertir, por ejemplo, en los cuentos “Ejecuciones extrajudiciales” en “El guardián del Registro” o en “El hombre que dormía en el campo santo”, “Metamorfosis”, “Don Goyo”, “El longevo”, “El monje” y, especialmente en “Entre el amor y el deseo”. Lo mágico es un recurso que Chente utiliza para realizar viajes al interior de las personas; tal el caso, por ejemplo del cuento “El espejo giratorio”. En esa magia que Chente nos muestra en sus cuentos confluyen lo cósmico, la superstición, la premonición, el mal de ojo, los artificios de la brujería, lo fantasmal, y lo sobrenatural como formas de conocimiento que desdeñamos en público pero que laten en nuestras intimidades.

En los cuentos de Chente también hay un componente muy importante que ayuda a darles soporte anecdótico: la tradición popular. Este componente fluye no como artificio folklórico sino como parte de la identidad personal que nos ha sido moldeada por la cultura, por los arraigos geográficos y por la interrelación cotidiana con las personas. Esa característica de la cuentística de Chente la hace propicia para leerse en público, para contarse de manera oral, para disfrutarlos en la intimidad y para que, con el tiempo, rueden de boca en boca y lleguen a constituir un patrimonio nuestro permanente. El cuento “La roca”, por ejemplo, contiene las honduras de lo tradicional y de la cultura de nuestros ancestros; además, la carga didáctica que tiene lo hace especialmente memorable. El cuento “Los compadres” también es una muestra de cómo la tradición popular es tan importante en el libro de Chente. En este caso, la leyenda de los compadres que se vuelven roca porque fornican antes de llegar al templo de Esquipulas; él la convierte en un cuento que es una delicia porque, a uno le dan ganas de tener una comadre, mejor si está como Dios manda y con ayuno sexual, para poder hacer todo lo que ustedes se están imaginando en este momento.

En el libro Cuentos fantásticos, de Chente, se cumple a cabalidad lo que, parodiando a Cortázar, debe ocurrir: en el cuento la situación narrativa debe resolverse por nocaut, a diferencia de la novela que debe dirimirse por asaltos.

Y bien, para concluir con este comentario, quiero aportar mi humilde opinión de lector lleno de babosadas: Cuentos fantásticos, de Chente Vásquez, es una joya narrativa que todos deben apresurarse a leer si la quieren pasar bien. En ellos el autor muestra su maestría y oficio literario que son el sello que dota de calidad a sus relatos. Sobre todo la lectura de los veinte primeros cuentos del libro es, sin babosadas, un orgasmo literario.

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