Karla Olascoaga
Escritora y Poeta

Pone las luces de parqueo, se quita el cinturón de seguridad, saca las llaves y mira por el retrovisor. Walter sale de su fábrica de bolsos típicos y lo espera al lado del Kia.

Manuel, apresurado y contento porque le acaban de entregar su nuevo DPI, baja del carro, saluda a Walter, abre la maletera y le dice:

–Estos son los güipiles de que le hablé– y abre el paquete para verlos y enseñárselos. Cuando abre la bolsa negra, su olfato percibe ese olor a humo, a leña, a pueblo; ese olor que le acompañó mientras vivió en el Altiplano. Le entrega la bolsa a su interlocutor junto con un pos-tit con su número de celular, le da la mano y se despide.

Manuel se sube al carro, enciende el motor y empieza a viajar en el tiempo. Recuerda la sala de tribunales y al montón de gente mirándolo con rabia, con odio. Se recuerda a sí mismo pasando entre esa multitud y sintiendo ese mismo olor a humo, a leña. Se recuerda saliendo airoso de esa batalla contra la bestialidad humana. Los matones montoneros cobardes no le dan miedo, pero su recuerdo de ese olor ahumado como algo familiar y cálido desapareció ese día. No odia porque no sabe odiar, pero no olvida. No olvida que por denunciar a los matones puso en peligro a su familia y se puso en peligro él.

Sus recuerdos y su mundo interior han estado plagados de esa memoria olfativa desde siempre. Lo sabe como sabe que el olor de los marcadores de alcohol le recuerdan a su hermana muerta, le recuerdan a esa despedida a medias. Manuel era pequeño, tenía entonces 4 años. Sus padres invadidos por el dolor ante la irremediable enfermedad de Ana, su hermana mayor, lo apartaron de su lado justo al final.

Se recuerda jugando en los orificios de las cerraduras de las puertas, incrustando muñequitos de plástico en los espacios vacíos de esas cerraduras metálicas y se recuerda hablando solo. Recuerda su ansiedad por ver a su hermana. Recuerda la puerta cerrada de la habitación de Ana. Recuerda su tristeza y el rostro pálido de su madre, perdida en un dolor sin tiempo.

Luego de casi una semana, la abuela le permitió estar con su hermana. Ana pintaba ese día en unas hojas grandes. Ella dibujaba increíblemente bien para sus 8 años. Manuel sintió una gran necesidad de abrazarla, pero se contuvo al verla con uno de sus ojitos tapados por un parche. Y esa mañana aspiró sin remedio el olor a alcohol que emanaba de los marcadores con que dibujaba su hermana enferma.

Ella sonrió mucho al verlo y le hizo un lindo dibujo: alguien que parecía un ángel abría los brazos hacia el cielo mientras que otro personaje (que sin duda era un ángel) le abría los brazos para recibirlo. Ana le entregó orgullosa su dibujo. Manuel lo vio, lo olió, lo abrazó contento y le sonrió a su hermana como un gesto de gratitud, sin saber que esa sería la última vez que la vería.

Manuel maneja distraído su Kia, no ve semáforos ni luces, ni gente, sólo ve obstáculos sin color ni nombre, que va sorteando uno a uno. Ya el olor ahumado ha desaparecido del carro y sin percatarse empieza a hablar solo como antes, como cuando era un niño:

–¿Por qué me apartaron? ¿Por qué me quitaron ese preciado tiempo para despedirme de ella? ¿Por qué lo único que me queda de mi hermana es ese olor que me recuerda a la muerte? ¿Por qué todavía la lloro? ¿Por qué?-se dice sin consuelo mientras su vista se obnubila por las lágrimas.

–Los hombres no lloran-decía su abuela y lo repetían su madre, sus tías, sus primos.

Y vuelve a contestarse en voz alta, metido en el carro sin ver el retrovisor ni las luces, ni las sombras ni la tarde que se va haciendo densa en su corazón atribulado:

–Los hombre sí lloran, los hombres sí lloramos porque todo ese río de dolor debe ir a parar a alguna parte. No puede quedarse estancado en un perfume sin final– y respira fuerte, profundo.

Ha empezado la lluvia, Manuel ha caminado mucho por el mundo. Tiene 34 años y ya se siente viejo. Ama la vida y se aferra a ella. Se siente humano cuando recuerda. Se siente humano cuando ama, cuando vive, cuando llora, cuando contempla a su pequeño hijo como un ovillito de su propia existencia. Y sus ojos se iluminan.

Manuel traga saliva, se pasa el antebrazo por delante de esos ojos llorosos y abre todas las ventanillas del Kia para que entre el olor de la calle, el olor a tierra mojada, el olor a vida, a humo de camionetas, a ciudad interminable.

Abre las ventanillas para que entren todas las lágrimas del cielo que esta tarde se empeñan en acompañarle.

*Cuento ganador del Primer lugar en el TERCER CONCURSO DE ENSAYO, POESÍA, CUENTO CORTO Y CUENTO POLICIACO en homenaje a Juan Fernando Cifuentes, organizado por la Facultad de Humanidades y el Departamento de Letras y Filosofía de la Universidad Rafael Landívar.

 

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