Una colaboración de Joseph Herrera | Barrancópolis

Es domingo 16 de octubre, estoy varado en una gasolinera Puma cerca de Santa Clara, Villa Nueva, espero a nuestro fotógrafo y recientemente oficializado guía turístico profesional: Elí Orozco. A pesar de ser domingo y del vigor de la ley contra la ingesta de alcohol en la vía pública y estacionamientos varios; esta gasolinera se encuentra rebalsada de engomados borrachos de sábados exagerados y jugadores de futbol acalorados, apaciguados por latas de esa amarga cadena oligárquica que ataranta y tiende a incrementar sus ventas los fines de semana.

De pronto entre el calor y la brisa aparece Elí con su minúsculo bolsón, donde nadie esperaría que llevara su disparadora (cámara), aparato especializado que revivirá para la ciudadanía del barranco los paisajes que estamos a punto de presenciar. No nos turbamos y seguimos con el plan; después de pulir el pavimento con mi moto de cuatro plazas, pasando kilómetros, calles y avenidas, raudos como llamados por un instinto bárbaro, mientras Elí me cuenta los dimes y diretes de su primer tour profesional de turismo.

Llegamos a la casa de “Chiri” (Willy) –también Orozco– en inmediaciones de este hondo barranco popular, llamado Ciudad Real en los postreros bordes y últimas hondonadas de la zona 12 capitalina. Más allá está el pueblo, el barrio, el barranco profundo, hijos e hijas de la lámina, el plomo y la violencia. Ciudad Real es una colonización popular en todos sus niveles, en todos sus estratos: las señoras platicando en la tienda, las chavas y los chavos jugando pelota a media calle, la iglesia con las puertas abiertas llamando al pueblo a sentir la culpa dominical producto de un sábado pernicioso.

Elí deja ver su careta de impresión, sentimiento que otorga el venir a una proclamada por el Estado de los potentados: zona roja; territorio de combate social para las clases dominantes, incapaces de imponer su mandato de sirenas rojas y azules, botas y militares de cualquier tipo en la profusa soberanía que la clase trabajadora y los sectores populares que resbalan y no dejan de descender, han hecho de este hoyo su hogar y el de su prole.

Sin más contemplaciones nos ponemos en marcha; cinco o seis cuadras separan la casa familiar de del coliseo de la lucha libre estilo mexicana. Después de dejar estacionado el coche –ya me puse pinche güey– frente a una pulquería (cantina) cuyo letrero borroso solo conservaba la palabra: “Licor”; como diciendo ¿qué más necesitamos anunciar? Nos lanzamos con el ácido estomacal al máximo por la falta de almuerzo –por el puro amor al arte– en busca de la acción que hasta este momento, sus servidores solo habíamos visto por televisión –Chiri confesaría más tarde, que nunca había asistido a una reyerta teatralizada como esta–.

Legamos a la Arena Guatemala-México, que hoy se suma a la celebración de los 75 años de la lucha libre en Guatemala, una historia llena de piruetas, acrobacias, chicotes aéreos, sudor y la teatralidad novelesca al mejor estilo de la rivalidad entre la técnica y la rudeza en spandex, todo esto decorado con los brillantes diseños de las máscaras, los pósters y la muchedumbre comiendo nachos y tacos.

La entrada de la arena luchística es un pasillo mínimo que desemboca en un torniquete pintado con los colores de la bandera mexicana, frente a mí hay un puesto de venta de máscaras y playeras alegóricas a la historia de este deporte y arte dramático; el lugar es el atrio de una pasada bodega, rodeada de graderíos tablados, paisaje estilo de las escenas de la época de oro del cine y de la novelesca mexicana.

Nos recibe una chica sobresalientemente guapa a la que le expreso que venimos hacer una nota periodística, ella nos responde: “A mí no me avisaron nada” –riendo al ver que Elí no espera, para colarse con cámara en mano–. Paso siguiente la chava nos deja entrar, lo que es seguido por las fisonomías bocanadas y traga moscas que besan el piso al ser deslumbrados por la tradición y el ambiente familiar que hoy ha reunido a lo mejor de lo mejor en lo que a la lucha libre se refiere, en este sur tropical, en este sur con sueños y demás anhelos.

Todo el pueblo circundante, todo el barranco perpetuo se congrega para ver las variadas modalidades establecidas por la lucha mexicana hace ya más de un siglo. Es discordante escuchar los nombres de estos gladiadores que al igual que el público se enfrascan en sus papeles histriónicos de piruetas medidas y de golpes secos que retumban en el graderío. La primera lucha pone frente a frente en la modalidad de tres (los técnicos: Apache Jr., Magia Roja y Príncipe Negro) contra tres (los rudos: Espectro Negro, Rojo y Verde).

Este entretenimiento es más carita que físico, es necesario recordar que al igual que en toda buena historia que cuenta con su arco narrativo y la dicotomía de héroes y villanos, este desde luego es un guion ejecutado con maestría. En este coliseo los rudos (malos y tramposos) son los bien dados –la mayoría, algo pasados de peso– y los técnicos (los buenos incrédulos) son por lo general los más ejercitados, ya que su trabajo es darles hasta por debajo de las posaderas a los rudos con patadas voladoras, giros dobles y saltos catapultados desde la tercera cuerda.

El ambiente es eminentemente familiar, pero aquí nadie se queda atrás sacándoles la madre y diciéndoles a los luchadores hasta de que se van a morir, es ejemplar ver como el árbitro Melvin Hernández pierde tiempo discutiendo con el público que lo madrea por facilitar los desmanes y gorrinerías luchísticas de los rudos. Hay niños y niñas que no titubean a la hora de tomar parte en uno y otro bando. Está la anciana de quien uno jamás esperaría que podría expulsar tanta métrica soez por minuto y desde luego el ingenuo –porque es de ingenuos– que se toma tan pero tan enserio este deporte que le grita a uno de los técnicos mientras cruza los brazos con una cara de rabia: “¡Diez años haciendo la misma babosada, luchen pedazos de gente!”; mientras “Chiri” y yo nos burlamos, pero él ni lento ni perezoso nos clava su mirada fulminante y nosotros decidimos no seguir jodiendo: “Que enojado el muchacho” –dice “Chiri” mientras nos volvemos al espectáculo–.

Después de tres rounds, que en la lucha libre equivalen a jornadas intensas de piruetas y caricias bien sonoras donde gana el grupo que se imponga dos de tres, valiéndose de todo tipo de tretas y técnicas, desde las llaves de rendición, hasta sacar y mantener al oponente fuera del cuadrilátero durante la cuenta de 20 segundos. Uno y otro combate son precedidos por la exhibición de cada uno de los combatientes, la gente les aplaude como héroes populares o los abuchea como enemigos públicos, los niños aprenden desde temprano en este coliseo a exhibir su dedo medio a quien se lo merece. El desfilar de habilidades y spandex nos dejará tres luchas más con la participación de un conglomerado bárbaro de nombres que parecieran figuras de acción emergidas de las cajas de cereales: Terminator, Ciclón Chapín Sr., Pescador de Palopó, Ángel Negro, El Aspirante, El Tornado, Kamikaze Rojo, Ciclón Negro, El Terrorista y el Hijo de la Araña; estos cuatro últimos en la modalidad de dos contra dos.

Ya entrada la noche el público en lugar de mermar, crece y se expande, este coliseo con olor a Cofal Fuerte y con el sereno sobre el suelo que produce el sudor atrapado en la lámina del techo; niños y niñas observan atentos junto a “Chiri” y su servidor la última de las batallas antes de la estelar cumbia de la jaula. Para este sandungueo sin precedentes la ficha fuerte de la noche es el rudazo hijo de Fishman, traído desde la chilanga Ciudad de México, quien se hace acompañar por El Padrino y Big Bang que se enfrentan a los técnicos: Rayo de Oro, Mano Blanca y Slayer. Como todo lo que pasa en las películas, aquí también ganan los buenos mientras un señor canoso y sin dientes xenófobo le recuerda al estelar, entre gritos y alaridos: “Ándate Mexicaca; arbitro bajate deja de ayudar a Mexicaca”.

A esta altura de la puesta en la arena –por no decir en escena– de acrobacias, discursos novelescos y de rivalidades a ultranza que llevan rencores en el pecho desde el origen de la lucha libre en Guatemala hace 75 añales. Las luces bajan, lo hace también la jaula que me recuerda la capacidad que tiene el pueblo para creer en sus mitos, en sus héroes, en sus villanos, en la teatralidad y la violencia controlada, alejada esta de la verdadera y replicante violencia de las calles, de la cotidianidad que cansa y agobia al pueblo, que vive y resiste –que es lo mismo, en este país–.

Se presentan al cuadrilátero los rivales de la llamada lucha imposible, que hoy se hace tangible gracias a la asistencia siempre sublime del pueblo y de sus entrañas familiares. Los exponentes de cabellera son los rudos, fresas con aires españoletes: Hacha Diabólica Sr. y Hacha Diabólica Jr., que se enfrentan en un versus para intentar despojar de sus máscaras y honor correspondiente a las estrellas de la casa: Voltron y a su hijo que lo acompaña en el cuadrilátero. Después de un subido intercambio de palabras inicia la lucha a la que el árbitro con una pequeña dosis de malicia le añade unas sillas que son bien utilizadas por los luchadores que aprovechan el menor “descuido” para hacerlas intervenir en la lucha, la vorágine de golpes y llaves termina por pasarles factura a los odiados por la casa y el público se presta a ver el castigo al que son sometidos, el despojo de sus cabelleras, lo que deja al dúo Voltron con la victoria en esta lucha estelar que corona para nosotros una noche de sudor, cumbias y teatralidad en spandex.

Joseph Manuel Herrera (Ciudad de Guatemala, 1993 – …): El inútil de su familia, malogrado intento de historiador más no de maestro y rojo Centroamericano interesado en que todo arda.

La lucha libre es otra expresión de la cultura subalterna, desde las entrañas del pueblo mexicano, exportado al barranco cotidiano de Ciudad Real.

“La cultura es el ejercicio profundo de la identidad”
Julio Cortázar

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