Por Silvia Trujillo
Esquisses

Hay una mujer en Guatemala a quien se le arrugó la piel y se le entumecieron las manos mientras buscaba a su hijo; recorrió todos los lugares posibles, lloró todas sus lágrimas, se le acabaron las fuerzas, pero siguió buscando. Lo único que tenía ella para demostrar su existencia era un nombre, nada más, no poseía fotos, ni certificados, solo su palabra y ese lugar en su memoria donde su hijo vivía. Hace unos años cuando se abrieron los archivos de la Policía ella insistió, pronunció su nombre y esperó. Un tiempo después los investigadores la llamaron y muy apenados le dijeron “señora, disculpe, pero sólo encontramos esta fotografía tipo cédula y una sola mención en todas las fichas que revisamos” y le entregaron aquella imagen. A ella se le llenaron los ojos de lágrimas y les dijo “esta fotografía comprueba que mi hijo existió, que yo no estaba loca, que él existió, me lo quitaron una vez, pero yo no iba a permitir que me lo quitaran una segunda, el Estado me lo negó, hasta mi familia se olvidó de él, pero yo… yo siempre supe que él existió”. A partir de ese momento, ella tiene, un nombre y una fotografía para seguir buscando. Han pasado treinta y cinco años desde la última vez que lo vio. Y sigue buscando.

Hay otra mujer que todos los días abre la puerta del mueble donde aún esta guardada la ropa de su hijo, elige un pantalón, una camisa, una corbata y un chaleco o suéter dependiendo la época del año. La extiende cuidadosamente sobre la cama que su hijo solía usar y allí la deja todo el día. Por las noches, antes de irse a dormir la dobla y vuelve a guardar. Así, sucesivamente, desde hace más de treinta años. Lo hace por si su hijo vuelve. Para que, al hacerlo, encuentre ya lista la ropa que va a usar. Y mientras tanto, lo sigue buscando.

Y otra mujer, que hace poco cumplió 34 años. Tenía 3 cuando dejó de ver a su papá. Ha acompañado a su madre en un largo peregrinar por los burocráticos caminos de la justicia y estudió antropología como una forma de seguirlo buscando. Durante la carrera tuvo a su alcance una serie de documentos y testimonios que le permitieron comprender qué fue lo que le sucedió, pero hace unos días, releyendo las declaraciones de uno de los acusados en un juicio por crímenes de lesa humanidad, volvió a dudar. “¿Y si es cierto lo que ese tipo dice?, ¿si es cierto que mi papá está en otro país?, ¿Y si es cierto que formó otra familia y por eso nunca volvió?”. De él lo único que recuerda es el color de sus ojos y no hay nada que quiera más en este mundo que ver su imagen reflejada en aquel color miel que no ha encontrado en ninguna otra mirada.

Y otra más, para quien su papá estaba muerto, eso le habían dicho en su familia. Hasta que hace unos años atrás encontró una carta marchita y una serie de recortes de periódicos. En la carta, fechada en 1982, su papá le recomendaba que leyera un libro y le contaba que su color favorito era el morado, porque de ese color eran las flores que crecían en los campos durante la época de lluvia. Por medio de los recortes, ella pudo saber lo que le sucedió y darse cuenta que su padre escribió aquella carta cuando ella aún estaba en el vientre de su madre. Fue la forma que él encontró para atravesar el tiempo. A partir de ese día, para ella, la esperanza es de color morado y no descansará hasta encontrarlo.

Y hay una joven de poco más de 20 años a quien, como a muchas de su edad, nunca le contaron la historia reciente de este país; su papá y mamá trabajaron doble jornada para poder pagar el colegio y luego la universidad privada. Hace poco, estudiando para uno de los cursos de la carrera, encontró en unos listados del diario militar, el nombre de su tía. Se enojó y pidió explicaciones a su familia, no se las dieron y en cambio le explicaron resignados “pagamos educación privada para que no te metieras a babosadas, para que no te fuera a pasar lo que a tu tía”. Por estos días ella es dirigente estudiantil.

Estas son solo cinco de las infinitas historias de desaparición forzada y sus consecuencias en Guatemala, de los incontables duelos abiertos aún, o los duelos que se han mantenido congelados, historias de dolor, pero no sólo. Narran, además, las formas como la memoria se abre paso, los caminos diversos que las personas han recorrido por más de treinta años para negar el olvido, para que el legado de sus hijos, hijas, maridos, padres, madres, no se pierda. Son historias de dignidad, que dejan ver cómo en el camino se encontraron, se acuerparon, se acompañaron en el dolor y sacaron la desaparición forzada a luz pública. Son historias de lucha colectiva.

Algunas de esas historias, específicamente la de tres mujeres, cuenta la compañía de Andamio Teatro Raro en La cometa, su próxima puesta en escena que se presentará el jueves 12, viernes 13 y sábado 14 de mayo a las 19:00 horas en el Centro Cultural de España. La dirección y dramaturgia es de Luis Carlos Pineda, actúan Margarita Kénefic, Camilla Camerlengo, Daniela Castillo, Rubén Ávila, Barry  Goldwasser y Claudio Padilla. La música es de Aldor Divassi  y la iluminación de Josué Sotomayor.

Si usted nunca ha visto una obra de Andamio, vaya a verla, estará siendo parte de una propuesta escénica y creativa de una de las mejores compañías de teatro de Guatemala; si mientras me lee, se pregunta por qué es importante abordar el tema de desaparición forzada en Guatemala, vaya a verla, quizás allí encuentre alguna clave; si a vos nunca te hablaron del pasado reciente de tu país, ni de lo que le pasó a tu familia en los años de terrorismo de estado, andá a verla, porque seguro que encontrás en la obra mucha información que es tuya, tu propia historia.


La Redacción Cultura de este vespertino agradece la generosidad de los muchachos de la revista digital Esquisses (especialistas en temas artístico-culturales) por permitirnos compartir con nuestros lectores la presente nota, a ustedes los invitamos a que se den una vuelta por allí para encontrar más artículos como este: esquisses.net

“Y si toda muerte humana entraña una ausencia irrevocable, ¿qué decir de esta ausencia que se sigue dando como presencia abstracta, como la obstinada negación de la ausencia final?”
Julio Cortázar

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