Pablo Sigüenza Ramírez

El nombre per se deviene condena, maleficio original; quizá por eso, ahora es más común oír que la gente dice “Guate” y no “Guatemala”: evitando pronunciar las últimas dos sílabas que evocan la situación en que nos encontramos como sociedad.  Nos duele en lo más superficial del orgullo nacionalista escuchar o leer esa frase trillada en periódicos y noticieros extranjeros: “estamos saliendo de Guatemala para caer en Guatepeor”; y utilizamos sufijos seductores para poner un tono positivo intentando cualquier redención semántica: Guatelinda, Guatebuena, Guateamala, Guateamor.

El origen del nombre Guatemala es una imposición que tiene raíces en un idioma extranjero, de pueblos provenientes de lo que hoy es México: Quauhtlemallan nos llamaban: lugar de muchos árboles.  Nuestros abuelos y abuelas, los que sí habitaban acá, le llamaban a este territorio Ixim Ulew, tierra de maíz. Una composición entre maíz y árboles era la mejor descripción para este bendito lugar. A lo mejor sea muy tarde en la historia para revisar el nombre del país, o quizá sea necesario para librar el karma.

Pero el nombre no es un gran problema, aunque los suframos. El pecado original está en el imaginario dominante con que se fundó la gelatinosa guatemalidad: se valora lo blanco, la masculino, lo occidental; se desprecia lo indígena, se cosifica lo femenino, se desvalora lo ancestral.

Para un nuevo Guateintento de nación se necesita un pacto fundacional alternativo, un contrato social en el que no sean las élites la única voz. Esa posibilidad no parte de una convocatoria del gobierno o de algún “bien intencionado” proceso empresarial que busque recuperar los valores cívicos en consumidores de aguas gaseosas. Esa construcción parte de las luchas de clase, género, de pueblos indígenas, grupos juveniles, de iglesias con doctrina social, de barrios organizados. ¿Cómo se plasma en una nueva Constitución el respeto a la Madre Tierra, el cuidado de los cerros y los ríos sagrados, la armonía con el cosmos y la comunidad? ¿Es posible un pacto tal cual o el camino son las autonomías locales? ¿O por qué no rompemos con la idea de nación y nos aventuramos a construir identidades fundamentadas en la rica diversidad de nuestros pueblos? Antes que guatemalteco soy latino, mesoamericano y mestizo kaqchikel, disfrutando la heterogeneidad con que estas identidades se construyen, fruto no de la concesión desde el poder sino de su disputa.

Frente a la polémica campaña del Ministerio de Cultura y Deportes para que un sonido de teléfonos celulares se nombre “marima Guatemala” debo decir que me encanta la marimba Oaxaqueña cuando toca La llorona, comiendo tlayudas, chapulines y bebiendo una crema de mezcal en el mercado de Oaxaca; o la marimba chiapaneca cuando se atreve a armonizar piezas de rock. Me gusta oír las teclas de hormigo en los cerros quichelenses, antes, durante y después de una ceremonia en día Wajxaqib’ B’atz’; me gusta la marimba orquesta de Checha y su India Maya en los convites y celebraciones de las fiestas patronales a lo ancho del país. La marimba es versátil, por eso nadie puede poseerla, la marimba es diversa como diversa es la milpa mesoamericana. ¡Qué fortuna!

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