Por Jairo Alarcón Rodas
Ligada al tiempo, la duración y al cambio, la vejez irrumpe muchas veces antes de lo esperado, porque quisiéramos que nunca llegara. Con andar lento y quejumbroso los seres humanos viven la última etapa de sus vidas y es que con los años, en la vejez, se desaprende a caminar, la memoria se atrofia y se confunden las ideas. Por natural razón, los órganos fallan y es que se han vuelto viejos, algunos, incluso, mueren.
Son torpes y lentos los movimientos, la vitalidad se escapa y, aunque se quiera, el cuerpo ya no responde. Así se manifiesta la vejez: la vista se agota, el oído pierde su lucidez, la boca queda desdentada, en fin, los sentidos se van apagando y la impotencia pone su sello en cada acción que se realiza. La vejez irrumpe con fuerza dejando una estela de tristeza y de invalidez con su irreverente paso.
Los años transcurren y es una sentencia ineludible de la duración del tiempo. Todo cambia y se adentra en el futuro que se esfuma en el hoy, que a su vez se pierde en el ayer con el olvido. Nada permanece, palabras del filósofo de Efesio, Heráclito. Lo nuevo se convierte en viejo, lo joven en anciano, lo vivo en muerto y en lo humano, las marcas del tiempo dejan su huella en la lozanía de la tez y en la lucidez del pensamiento. Con la marchitez de las neuronas, perecen las ideas y también las ilusiones, tal es el destino de los seres humanos.
Solo el cambio persiste y aunque parezca absurdo es lo que permanece. Con las contradicciones en el planeta, de lo inorgánico surgió la vida y con ésta, una diversa gama de animales unicelulares, pluricelulares, vertebrados e invertebrados y, tras un largo reinado de los grandes reptiles, con la ayuda de una hecatombe cósmica, los mamíferos se impusieron. Así surgieron los homínidos y después de una larga cadena de ensayo y error se consolidó el Homo Sapiens, ser con conciencia de su fin.
La evolución también es cambio que se sintetiza en los animales que predominan y los que se extinguen. Así los humanos prevalecieron y aunque actúan con soberbia, aunque se creen los dueños del planeta no pueden cambiar las reglas de la naturaleza que sentencian el fin de todo ser vivo.
De la misma forma como en todo animal que nace, crece, se reproduce y muere, en los primates superiores altamente organizados, los seres humanos, de la niñez se abre paso la juventud y con ésta, la adultez y senectud. Se vive inevitablemente para morir pero, en ese breve trayecto de poco más de medio siglo de existencia, la evolución humana no se detiene y aunque no sean cambios biológicos significativos los que se logren, sí pueden alcanzarse otros relacionados con la conducta social.
Cada segundo que transcurre, minuto, hora, día, mes y año que pasa, el reloj de la existencia marca su rumbo hacia la muerte, al no ser. Los árboles que en el hemisferio norte se visten de verde y florecen en primavera, en verano dan frutos y en otoño sus hojas comienzan a marchitarse, cambiando de color del verde al rojo, para así, en invierno, languidecer tras las gélidas temperaturas, esa es la sentencia de la vida.
En el trópico, en cambio, con solo dos estaciones, el sol y la lluvia se intercambian en intervalos cada vez más caprichosos para reverdecer, florecer y robustecer de frutos los árboles, así como vestir y desvestir de hojas las plantas. Pero también, con el envenenamiento del planeta y la escasez de lluvia, los árboles que antes proveían frutos, ahora fenecen irremediablemente. En ambos casos nada permanece, nada es eterno, todo tiene un fin.
Todo envejece incluso en la vastedad del universo con la serie de galaxias, nebulosas, cúmulos de galaxias, sistemas planetarios, el tiempo marca el fin de cada una de éstas y el comienzo de otras. De ahí que, tras la explosión de una antigua estrella surgen nuevas, éstas también nacen, crecen, se reproducen y mueren.
Con el incesante cambio, la vejez irrumpe dejando atrás todo atisbo de niñez, aunque se vuelvan a ver actitudes de niños en los ancianos, a veces, aunque la duración se dilate en forma constante, lo más pronto de lo esperado. Y todo porque el tiempo para los humanos, no necesariamente marcha en forma lineal, la percepción puede variar según sea el estado de ánimo y las expectativas que se tengan.
Y aunque se vive en el pasado-presente y en un hipotético futuro, la sensación de rapidez de los días en la percepción del tiempo, se hace quizás más evidente cuando se es consciente de la muerte. El tiempo transcurre sin detenerse, pero la mente viaja constantemente al pasado, refugiándose en los recuerdos.
Lo fatal de la vejez se impone grabando sus huellas en lo que se es, por dentro y por fuera, anunciando con ello la despedida. Sin embargo, hay algo que se resiste a morir y es esa parte de la juventud que ha quedado en la memoria y con ello los momentos gratos de la vida, los gozos y deleites pero, para algunos, hasta eso queda en el olvido.
A veces el pasado, que constituye el ayer, es rememorado con selectividad y con mucha nostalgia ya que el presente vivido llena momentáneamente de infortunios la existencia. De esta forma la memoria minimiza los momentos amargos del hoy, adormeciéndolos con gozos del pasado, con sueños y realidades que ya no son.
Aunque se viva en un pasado inmediato, aunque se esté consciente diez milésimas de segundo después del tiempo real, el futuro devora el presente dejándolo en un mórbido pasado. Condenados como, diría Kant, a las apariencias, a instantes que se graban en los recuerdos, los seres humanos desean un mejor futuro para su existencia.
La juventud se va y la vejez se impone con todos los infortunios que trae una mente y un cuerpo cansados y abatidos que aceleradamente esperan su descanso final tras la muerte. No ser ya más es el fatal destino del humano que irremediablemente no puede eludir su fin, engañando con esperanzas su destino. No cabe ilusión alguna ya que nada permanece, nada es eterno y solo en vida, todo es posible.
A lo largo de la historia, leyendas, mitos y relatos novelescos registran el deseo de los humanos por lograr la eterna juventud. El ser joven se asocia con estar sano y con el disfrute de los placeres y deleites de la vida. Así, desde la condesa de Báthory, El Conde de Saint Germain, Dorian Grey, Horizontes perdidos de J Hilton, se refleja el deseo incesante por permanecer joven y no envejecer. En todos los casos la senectud es la condena inaceptable y la inmortalidad representa lo añorado.
Pero no envejecer y que envejezcan y mueran los seres queridos se convierte en un castigo aún más grande para los que se resisten a la ineludible marcha del tiempo. Es natural envejecer y morir pero ¿por qué terminar los últimos instantes de la vida con sufrimientos y aflicciones? ¿Por qué con los años, con la vejez, se relega a seres inútiles que tienen conciencia de ello?
Vivir a plenitud, con honestidad, sintiéndose jóvenes aunque los años hayan pasado y recibir la vejez con hidalguía, junto a una buena compañía, es el mejor antídoto al inevitable desenlace fatal de la existencia.
JAIRO ALARCÓN RODAS (GUATEMALA, 1962). DOCENTE E INVESTIGADOR UNIVERSITARIO DE LA UNIVERSIDAD DE SAN CARLOS DE GUATEMALA, HA REALIZADO PUBLICACIONES EN DISTINTAS REVISTAS Y PERIÓDICOS DEL PAÍS. HA PUBLICADO EL LIBRO “EL CONOCIMIENTO, UNA SEGUNDA MIRADA AL MUNDO QUE CREEMOS CONOCER”, Y PRÓXIMAMENTE “HACIA LA SUPERACIÓN DE NUESTRAS DIFERENCIAS”.