Por Salazar Ochoa

La primera vez que decidí ir a Chivarreto lo hice con la intención romántica de crear una historia épica alrededor de un ring, las manadas sedientas de sangre y mucha pero mucha adrenalina cómica. Conforme avanzaban los primeros días del ya borroso verano del 2014, las dudas, los golpes de calor y las reflexiones se hacían cada vez más constantes. Algunos de los probables protagonistas que había seleccionado para la realización de un corto documental que retratara la añeja leyenda boxística de Totonicapán me hacían retroceder con sus respuestas además de llenarme de incertidumbre.

Necesitaba un muchacho joven y temerario, alguien que no tuviera reparos en reventarse la mandarina en gajos con un desconocido gladiador del occidente del país. Como es costumbre uno suele mirar a su alrededor y agarrar lo que tiene a la mano. El perfil lo llenaba uno de mis vecinos quien luego de demostrar sus arrebatos bélicos y su ardiente deseo de pelar cables ante la más mínima provocación me había convencido. Se trataba de Stevan “El bronco” Lavarreda, quien a las primeras de cambio (cuando ya la vio peluda) desertó. Mi segunda carta apareció por casualidad, Andrés Herrera, otro de mis paisanos de Ciudad San Cristóbal. Herrera (un cinta negra de sangre fría) aceptó el reto sin dudarlo, no obstante cuando se acercaba la hora marcada salió de la contienda debido a un viaje de estudios a Canadá que quién sabe si alguna vez vaya a concretar por fin, ojalá sí.

Más de cien años de tradición boxística amateur despertaron en mí un hormigueo de curiosidad que por la bendición de Dios logré contagiar a un selecto grupo de amigos, quienes ya con la comezón a flor de piel acompañaron la lucha por filmar un documental que viniera a reventar la parsimonia del cine documental tradicional. Cuando iba ya asimilando la idea de que sería yo quien tendría que asumir el rol protagónico y subir al ring encontré a la persona indicada mientras nos discutíamos unos litros donde doña Hilda. El elegido, uno de mis mejores amigos: Lester Sandoval. Él había estado siempre allí pero pasó lo mismo de cuando uno anda buscando las llaves por ejemplo, las tiene enfrente y no las encuentra.

Las cosas ocurrieron tan rápido que cuando sentimos era Viernes Santo y nosotros ya íbamos sobre la carretera Interamericana rumbo al altiplano. No sabíamos qué esperar, no llevábamos ni siquiera un botiquín. No fue necesario atravesar ningún engorroso proceso de inscripción para nuestro gallo de pelea. Las autoridades indígenas nos recibieron con una hospitalidad increíble. En un abrir y cerrar de ojos habíamos sido acreditados como prensa y estábamos sobre el cuadrilátero haciéndole entrevistas al narrador y al árbitro del torneo quien nos explicó detalladamente las reglas de la contienda.

Los nervios se apoderaron de nosotros. Todos estábamos un tanto arralados de lo que pudiera llegar a sucederle a Lester. A Gustavo García, el director de fotografía, le temblaba el pulso. Inhumanamente llegué a pensar que si Lester recibía una gran cumbia ese detalle nos catapultaría a ganar el Oscar o un premio similar pero la idea la borré de mi mente para no atraer mala suerte.

Lester se colocó junto a los otros gladiadores para esperar su turno y la tensión llegó al clímax cuando la presencia de nuestro boxeador capitalino fue anunciada por el narrador en los altoparlantes. No hay nada más parecido al ambiente del antiguo Coliseo romano que las peleas de Chivarreto, el Rey Feato de la Usac y pasar por el Mercado Sur 2 de madrugada. En un santiamén Lester estaba arriba y los golpes caían como aguacero. Manadas por aquí, manadas por allá, un minuto de alegre y sabrosa adrenalina. Lester peleó 2 veces.

Los apologistas del amor y la paz que predominan en nuestro reino dirán que es un aberrante atropello, una barbarie pero como bien nos comentó la reina de la comunidad aquel día: “Hay que romper ese paradigma”. Chivarreto es una válvula de escape a la rutina, una importante vía para desestresar las tensiones de la vida, una alternativa para expiar culpas, un reset casi suicida para resignificar nuestros pasos y una manifestación cultural única en Guatemala. El que quiera entender que entienda y el que no, que aprenda. Todos fuimos felices ese día. No sabíamos que teníamos pero traíamos algo de vuelta y regresamos satisfechos a la ciudad.

La segunda vez que fui a Chivarreto mis planes eran más bien turísticos, pero tienen de fondo intenciones de investigación antropológica. Es increíble notar los cambios (que no voy a enumerar) que suceden de un año a otro, cuestiones significativas, nada es estático. Este año no voy a la playa (digo yo), nunca he cargado una procesión y estoy convencido de volver a Totonicapán, observar y hacer un reportaje del evento boxístico más importante de Mesoamérica, quién quita y el viernes me aviente al aguacero de los puñetazos.


El torneo de boxeo en Chivarreto

El torneo se celebra anualmente los Viernes Santos a partir de las 14:00 horas en el campo de fútbol. Las peleas se desarrollan hasta las 17:00.

Chivarreto es una aldea del municipio de San Francisco El Alto en Totonicapán ubicada a poco más de 200 kilómetros del centro de la ciudad de Guatemala. Sobre la carretera que conduce a Huehuetenango ahí puede encontrarse el desvío hacia la comunidad. Uno sabe que está en el lugar correcto porque desde el camino de terracería que conduce a la aldea pueden verse unas letras enormes estilo Hollywood que dicen CHIVARRETO.

Chivarreto es una válvula de escape a la rutina, una importante vía para desestresar  las tensiones de la vida, una alternativa para expiar culpas, un reset casi suicida para resignificar nuestros pasos y una manifestación cultural única en Guatemala.

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