Por Alex Socop

Gloria se levanta a las cinco de la mañana, se encomienda a dios, se prepara algo para refaccionar. Hoy no hay agua, decide no bañarse, el clima frío de la ciudad permite obviar ese compromiso algunas veces. Se aplica un poco de pintalabios fucsia, un poco de polvo, perfume. Sale del cuarto que alquila en la colonia Minerva y se encamina hacia el Cantón Choquí, zona 6 de Xelajú.

En el camino se topa con grupos de estudiantes, vendedores de baratijas, pastores evangélicos. El país es una repetición de la repetición, piensa. No está segura de cuándo decidió resignarse. Alguna vez deseó trabajar como azafata en una aerolínea. Pero su baja estatura, su cuerpo regordete y su piel morena le truncaron el sueño. Mamita, gente como usted no puede trabajar aquí, le dijo un hombre cuando intentó reclutarse. Era hora de buscar un trabajo normal en Xelajú, como el de toda la gente. Con los pies en la tierra, mija; así es como se sale adelante en esta vida, fue lo que su papá le dijo poco antes de que la echaran de casa por quedar embarazada. Recuerda a su bebé y los pocos meses que la tuvo a su lado. También recuerda a German, a la noche que pasaron llorando por la nena. Al viernes en que finalmente decidió separarse de él, le tomó las manos, le dio un beso y le pidió que por favor la dejara tranquila, que no la buscara más. Dios no nos quiere juntos, él sabe lo que hace, le dijo. El próximo domingo, sin falta, irá a dejarle flores a la nena.

Gloria da clases en una escuela primaria. Al llegar siempre hace una oración, le pide a dios que la ilumine y también a los niños. Que los libre a todos de la violencia, los robos, los secuestros, aunque no se atreve a pronunciar esas palabras en voz alta delante de los patojos. Tiene fe y cree que es lo mejor que puede hacer para protegerlos, para ser una buena maestra. Hace dos meses uno de sus alumnos le contó que de grande quería ser narcotraficante. Gloria se puso a orar por él, la noticia la había perturbado. José, se llamaba. Ella le enseñó a leer, a contar, sabe que es un chico inteligente, lo conoce desde primero primaria. Él es como un sobrino muy querido, casi un hijo. Lleva quince días ausente. Los papás no contestan las llamadas que ella hace desde la escuela.

A la hora de recreo se sienta a platicar con sus compañeras. Ninguna de ella sabe su historia, es mala idea intimar con los compañeros de trabajo. En su escuela anterior el director le armó un lío al saber que ella estaba embarazada. El hombre siempre se le insinuaba, ella se apartaba y el hombre insistía. Llevaba dos años saliendo con Germán. Cualquier cosa es motivo de pleito con la gente, piensa. Sus compañeras la invitan a tomar unos tragos luego del trabajo, ella se niega, dice que es cristiana y por eso no toma. A dios no le agrada que uno ande haciendo eso, enfatiza. Algunas de las mujeres se ríen, otras la observan con una mezcla de respeto y resignación. La jornada acaba. Gloria vuelve a subirse al primero de los buses que la conducen a casa. Llega a las tres y media de la tarde. Saca un hermético de la refrigeradora, dentro de él hay dos cucharadas de frijol volteado y un poco de huevo revuelto de anoche. Lo devora con ansiedad. Prepara un poco de café. Se sienta a ver la televisión, en ese momento un avión sobrevuela la ciudad, mira de reojo el libro de pedagogía. El sábado debe ir a la universidad y no ha avanzado nada con su tarea, también toca dar el diezmo en la iglesia, pagar el alquiler, el teléfono. Bebe otro sorbo de café en silencio, apaga la televisión, se recuesta en la cama, este es otro intento de empezar su vida.


Este texto fue publicado originalmente en la revista digital Esquisses a quienes agradecemos el noble gesto de proporcionárnoslo para poder compartirlo con nuestros amables lectores. A ustedes los invitamos a dar una vuelta y visitar la revista esquisses.net

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