Por Luis de Lión

Otra vez como el año pasado. Otra vez le tocaría ir y venir todos los días. Irse bajo el sol chirís de la mañana, venirse bajo el sol viejito de la tarde. Y el camino era largo: salía de la aldea a puros brincos para bajar rápido la falda del volcán de Agua, llegaba al asiento del guacalito del valle, se metía largo rato entre los cafetales a los que hacían sombra gravileas bien canillonas, hasta que al fin se asomaba al miaditos de chucho del Pensativo. Era largo el camino, cansaba recorrerlo. Pero él iba contento; la alegría llenaba, sin dejar un sólo rincón, el limpio matatillo de su alma. Se había despertado temprano. Antes que saliera el sol. Mucho antes. Cuando todavía la negra gallina de la noche estaba echada sobre la tierra. – ¿Ya será hora tata? En el tapexco vecino, junto a su nana, su tata roncaba. El sonido salía graciosamente de su garganta como el del bajo del señor Tomás. – ¡Tata! ¡tata! ¡taa-taa…! ¡tata, le digo! ¿Ya será hora? ¡taa-taa…! ¡taaa-taaa…! Por fin su tata se despertó. – ¿Qué decís? –Qué si ya será hora. –Ah, vos. Todavía falta mucho. Dormite. –Es que se puede pasar la hora. –No tengás pena. Cuando sea la hora yo me levanto y te dispierto. Dormite sin pena. –Vaya, tata. Pero ya no pudo dormirse. Varias veces cerró los ojos y otras tantas los abrió para ver en la oscuridad si por las rendijas del cerco entraba ya la claridad. Por fin, en cuanto la horchata rala del amanecer empezó a colarse en el rancho de una patada hizo a un lado los brines que lo cubrían, se vistió y se levantó.
–¡Tata! ¡Tata! ¡taa-taa…! ¡Ya es hora, tata! ¡taa-taa, ya es hora! ¡taaa-taaa! Su tata abrió los ojos llorosos de sueño y miró, sin ganas, hacia el cerco. –Ah, mijo. Dormite, hombre. Todavía falta algo. –No, tata. Ya empezó a clariar, mire. A pesar que era muy de mañana todavía, ante su necedad de patojo, su tata también se levantó y despertó a su nana. –Vos, Tomasa, hacete el desayuno porque el mijo está desesperado. ¡Ya no aguanta las ganas! De repente, hasta se puede ir solo. Al oír esas palabras, él, de la risa, arrugó más que nunca su cara de monolito niño y abrió ampliamente su pequeña boca mostrando todas las torcidas semillas de sus dientes. En la orilla del camino, sobre las matas verdes que florecían lucecitas de distintos colores, volaban infinidad de mariposas. Él, como sus compañeros de la aldea con quienes todos los días se iba y venía jugueteando, acostumbraba cazarlas. Cazarlas y matarlas. Matarlas y meterlas entre las hojas de sus cuadernos. – ¡Muchá, ahí viene una cuzca! –Hijuelá, si pues. –Es mía. ¡Déjenmela, muchá! – ¿Cómo que “déjenmela”? –Ni modo, yo la vi primero. –Qué, no hay tu tío de que “yo la ví primero”. – ¡Corran, muchá! Ve que se puede ir. Y todos se arremolinaron alrededor de la mariposa, barriletillo de arco–iris, que no logró huir y se quedó azonzada, con las alas hechas retazos debajo de las ramas de ciprés que ellos llevaban en las manos.
–A la, muchá. Dialtiro la hicieron. Yo la quería para mí. –Para qué sos papo, pues. Cuando mirés una mariposa no avisés. –Son cuentos. Puras mujercitas parecen ustedes, todo se lo quitan a uno. Como soy chiquito. – ¿Chiquito vos? Cómo no. Chupá mi dedo. A pesar de las repetidas dificultades que raras veces llegaban a puros pleitos, especialmente con él por ser el más pequeño, qué alegría asistir a la escuela. Lo fregado era en invierno. Entonces sí que se los llevaba el río. Entonces sí. A veces cuando salían de la aldea ya estaba cayendo el agua y así se iban. Pura sopa llegaban a las clases. El director los mandaba al segundo patio a que se asolearan para que se les secara la ropa. Durante el regreso no había pena que lloviera. Se venían jugando bajo el agua, saltando sobre los charcos, echándose puñaditos de lodo. Este año no capiaría mucho. El pasado por ir al río Las Margaritas por poco se ahoga en el pantano donde se metían para ver quién era valiente. –Bando para el que no se meta, muchá. –Barajo, soy de hule. –Barajo, soy de hierro. –Qué miedito, muchá. –Yo no tengo miedo. –Mmm, para qué. Vamos a ver. Se desnudó y empezó a meterse en el lodo, a avanzar, tanteando los pasos, calculando. Tenía que demostrar que era dialpelo. Poco a poco la orilla se fue quedando atrás. Sus pies se hundían, se quedaban pegados como si tuvieran chicle. Y de pronto se dio cuenta que ya no saldría nunca. Y gritó. –Muchá, muchá, se va a ahogar.
Por casualidad, por pura casualidad, sus compañeros encontraron una caña de bambú, se la tendieron, él se agarró de la punta y lo jalaron. Llorando, arrepentido, juró no volver a capiarse. Bueno, juró pero no cumplió. Pero eso sí, capiador y todo qué si tenía primer año entre la bolsa. En el examen se barrió en lectura y escritura. Aunque en matemáticas no. Y es que no le entraban los números ni a palos. Mejor dicho, no le gustaban. – ¿Cuánto es ocho más ocho, Zacarías? –Ocho más ocho son… son… son… –Digo yo, don Neto. –No, que diga Zacarías. Pero él hojeó y hojeó el cuaderno lleno de garabatos de su pensamiento y en ninguna página encontró cuánto eran ocho más ocho. –Bueno, por haragán Zacarías se queda sin recreo. Y se quedó castigado mientras los demás niños salieron a gozar del recreo. Hasta sus oídos llegaba la gran bulla de la chamusca. – ¡Dale, vos, dale! No la parrandiés mucho. Ve que no vamos a empatar. – ¡Golazooo! –Ese gol no se vale. Lo metió con mano. – ¿Cómo que no se vale? Lo que pasa es que ustedes siempre quieren ganar. –No es eso. Es que gol con mano no se vale. Es pura chanchullada. Ahora se aplicaría en matemáticas. Estudiaría bastante para salir todos los días a recreo y formar parte del equipo de segundo. El año pasado todos los grados les habían ganado. Ni modo, como eran los más chiquitos. Pero ahora ya estaban un poco grandes y se vengarían con los que esta vez entrarían a primero y tal vez, quién quita, de repente hasta les lograrían hacer frente a los de tercero.
¡Un año! Cabalmente en esta fecha lo habían venido a dejar a la escuela. Miedoso porque decían que los maestros pegaban duro y arrancaban pedazos de oreja, él había hecho berrinche. Pero ante el cincho de su tata no había tenido otro remedio. ¡Puras mentiras! En la escuela pegaban pero no duro y jalaban orejas pero no quitaban pedazos. Ah, y castigaban dejándolo a uno sin recreo. Pero nada más. ¡Eso no quería decir nada! Porque se aprendía bastante… –Mijo. – ¿Qué, nana? –Ya llegamos al descansadero. Alzó la vista que traía clavada en la polvorienta carretera. Cierto, ya habían llegado al descansadero. – ¿Vamos a descansar, pues nana? –Sí, pues. Hay que esperar a tu tata, se quedó hasta atrás. ¡Pobrecito! Ha de pesar mucho su rede. –Pero si traye como doscientos aguacates. –Bueno, pues mijo, ¿vas a descansar o no? Ve que tu rede también pesa. –Sí, nana. Pior con este mecapal nuevo. ¡Cómo me duele la frente! –Bueno, con el uso se va a poner suave. Como ahora ya no vas a entrar a la escuela. –Eso sí. Y bajó la pequeña red de aguacate que llevaba en la espalda. Su nana ya había bajado su canasto. Descansaron largo rato. Después, cuando el tata se les reunió, éste quedó en el descansadero y ellos prosiguieron su camino. En la ciudad, al pasar frente a su escuela y ver que infinidad de patojos esperaban que se abrieran las puertas de la vieja “Luis Mena”, Zacarías agachó más la cabeza y sus ojos se deshicieron en agua.


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