Por Juan José Narciso Chúa

¿Cuánto puede encerrar una foto?; ¿cuánto puede condensar ese momento en tiempo?, ¿cuánto puede significar ese segundo o segundos que median entre posar, oprimir el botón y captar la foto?

Las fotografías significan mucho, encierran tanto. Uno puede dar cuenta del paso del tiempo, sin duda, pero ello aunque indiscutible, tal vez no es lo más importante, resulta entretenido revisitar las imágenes del pasado que nos conducen a retomar esos momentos, esas personas, esos espacios, esa amistad, esa fraternidad, esa familiaridad, ese amor, en fin, representan un conjunto de sentimientos que se conjugan al momento de estarlas viendo y observando.

Un punto en el tiempo, un segmento en la vida, un corte en el corazón, una imagen del alma, un resquicio del espíritu, una alegría fugaz, una tristeza momentánea, una reunión casual. Tantas cosas, tantas personas, tantas vidas en común, tantos paisajes recreados, tanta confluencia en un segundo, una imagen convertida en foto y detenida en el tiempo es un contenido lo suficientemente importante como para volver a ellas y visitarlas hurgando con detenimiento, buscando detalles, precisando caras, estableciendo lugares, pensando fechas.

Hace 40 años, un grupo de entrañables amigos, justamente nos tomamos una foto que hoy resulta icónica, emblemática, representativa de una amistad imperecedera cuando todos andábamos por nuestros 17 años apenas. Ese corte en nuestra temprana adolescencia, medido en términos de esa fecha y el hoy, significa mucho. Cuando ocurrió, los tiempos eran otros, se sabía de serios problemas políticos, hechos que reconocíamos, así como analizábamos con nuestra poca capacidad de comprensión, pero igual considerábamos que eran justas todas las demandas cuando reconocíamos a un gobierno que violaba permanentemente los derechos humanos.

También eran tiempos de rebeldía, vaya si no. Nuestro comportamiento era guiado más por el sentimiento que por la racionalidad, éramos patojos rebeldes por principio en lo político, pero bastante dedicados en lo académico.

La foto que hoy tiene cuatro décadas, muestra a siete muchachos peludos y rebeldes, de un grupo de ocho, pues uno de nosotros toma la foto. Este grupo se ha mantenido durante ese período de tiempo y nos reunimos varias veces durante el año. Este grupo está integrado por Juan Arturo

Tobar, hoy reside en Miami, pero cada vez que viene se incorpora a nuestras reuniones y retoma las jodederas y bromas permanentes. Fredy Amílcar Aquino Callejas, un excelente jugador de futbol y estudiante, en aquellos era tímido y callado, pero se integró perfectamente con los más bulliciosos y chingones. Manuel Danilo Flores Pérez, mi compadre desde el Instituto Central para Varones, jamás podré olvidar aquella tarde cuando caminábamos por la 9ª calle, entre 10ª y 9ª avenidas de la zona 1, reflexionando sobre nuestro futuro estudiantil, reconociendo las limitaciones en casa y decidiendo hacernos contadores para poder trabajar y aportar a los papás.

Sergio Paredes, venía de la Normal, era jugador de béisbol, siempre hablaba de sus hermanos, se nos anticipó en su partida. Julio Roberto Álvarez Mejía, el Gordo, también de la Normal, una persona alegre, bromista, jodonazo, hoy atraviesa un momento difícil con su salud, pasamos gratos momentos en el Átomo. José Bernardo Reynoso Sandoval, el más pequeño del grupo, un trabajador impenitente, desde esa edad, fotógrafo profesional, no se me olvida de tardes de sábado en el zoológico la Aurora, en donde Danilo y yo, lo acompañábamos a tomar fotos de caballito. Edgar Abraham Palomo Ramírez, El Plumas, hoy Arquitecto, era callado, pero se acopló con el resto de irreverentes. Inolvidables momentos en su casa, la camioneta roja y la abuelita; aquél nos enseñó a jugar ping pong.

La vida nos permitió tomar esa foto, e igual nos permitió darle continuidad a esa amistad hasta la fecha, seguimos juntos y se nos hemos convertido en hermanos para siempre. Que este sea un pequeño homenaje para nuestra amistad eterna, para ese entrañable grupo que ha estado conmigo toda mi vida, mis Sanchos o mis Quijotes, no importa, su presencia ha sido imprescindible, un regalo de Dios, un detalle de la vida que se quedó en cada uno de nuestros corazones.

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